Por

Anónimo

noviembre 18, 2020

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¿Con Melón o con Sandía?

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Largo rato había estado dilucidando qué camino tomar. Podía ir en busca de Adelina, esa hermosa joven de 24 años, poseedora de un cuerpo espectacular; casada, pero con un marido residente en el extranjero, lo que la mantenía a pan y agua en el terreno sexual. Con ella ya había tenido un escarceo, lo que presagiaba futuros y placenteros encuentros.

      Por otro lado, tenía a la gorda de la esquina, cerca de una década mayor que Adelina, pero libre de compromisos y poseedora de una belleza tal vez enturbiada por los muchos kilos que le sobraban, pero dueña de un talento culinario sin igual. Ella vivía a unos cuantos pasos de mi casa, lo que me hacía ser demasiado cauteloso, pues de ella no podría escarpar tan fácil si decidía ceder a sus encantos.

      Miraba con insistencia la jarra y el platón que tenía que devolverle a la gorda. Después me concentraba en la memoria que sujetaba en la mano, que me serviría para buscar a la chica del internet público, con el pretexto de que quería saber si podría recuperar los archivos que contenía. Al final, no pude evitar que la opción de mi mano me sedujera. Volví a envolver la MicroSD en la servilleta y cuando estuve ya totalmente vestido, la guardé en el bolsillo de la camisa. Antes de salir, desde la puerta le di un último vistazo a los trastes que esperaban en la mesa.

      —No se vayan, espérenme ahí, muy quietecitos; me serán de utilidad más adelante, en caso de que no cuaje este negocio. —Les hablé, como si la jarra y el platón fueran a entender.

      Salí en busca de la aventura, a propósito di la vuelta a la cuadra por el lado opuesto para evitar cruzar frente a la casa de la gorda. En el camino me fui poniendo de lo más nervioso, en varios aspectos. Evocar esa figura de ensueño que poseía la hermosa Adelina me tenía en una nube. El engranaje de mi cabeza maquinaba una tras otra, las múltiples imágenes que mis lujuriosos deseos ansiaban concretar en vivo y en directo con la joven señora de marido ausente. Hasta el caminar me resultaba un tanto incómodo, pues el “nerviosismo” hacía que la sangre se me agolpara en la entrepierna. Metí mis manos a los bolsillos para reacomodármelo y tratar de disimular lo alebrestado que llevaba a Satanás.

      Cuando finalmente llegué al internet público, me quedé unos instantes recargado en la pared, a un costado de la puerta, tomando aire y dándome valor para lo que viniera. Entré rompiendo plaza, todo a mi alrededor se movía en cámara lenta o estaba congelado. Como si hubiera agudizado mis sentidos al máximo, sentía que podía percibir cada detalle de lo que acontecía allí adentro. Y luego la vi, atendiendo a un chamaco que no despegaba la vista de su generoso escote. Giró su cabeza, como presintiendo mi llegada. Sus hermosos ojos acentuaron su gesto de sorpresa cuando me descubrió. Enseguida se desentendió de lo que hacía, y extendiendo los brazos, corrió a mi encuentro. Todos los demás estaban paralizados y solamente nosotros conservábamos la movilidad, muy tenue, pero movilidad al fin. “¡Mi amor!, ¿dónde te habías metido?, ¡no tienes idea de cuánto te he extrañado!”, leía yo en sus tentadores labios, porque extrañamente, no podía escucharla. Estaba concentrado en el glorioso bamboleo de sus espléndidos pechos, sueltos, bajo la ceñida blusa, cuando sentí el agudo golpe en el huesito chillón de la rodilla.

      —¡Perdón! —Se disculpó muy educadamente la niña que de improviso había echado su silla para atrás, interfiriendo en mi camino.

      —¿Está bien, señor? —Me cuestionaba el joven que atendía el lugar, al verme inmerso en intentar calmar la dolencia en mi articulación.

      —Creí que ya no trabajabas aquí… —Le dije al muchacho, unos instantes después, cuando al fin logré articular palabra.

      —Pues ya me había ido a trabajar a otro lado, pero la dueña me mandó llamar porque se quedó sin nadie que atendiera el lugar. Y me convino, porque hasta me mejoró el sueldo.

      —La última vez que vine había una muchacha… —Le comenté, tratando de restarle importancia al asunto.

      —¡Ah, sí!… Adelina… Estaba re-buena, ¿verdad?… Sí, muchos venían nada más para verla. Y más de uno andaba “haciendo su luchita” para ver qué pescaba. Pero, pues esa chava no es de las que sueltan… Además, como es casada y a su esposo le llegaron algunos chismes de que los zopilotes andaban revoloteando sobre sus carnes… pues se le subieron los celos y mandó por ella. Ya casi se va a cumplir un mes de que se fue.

      Yo me negaba a creer lo que escuchaba, y mientras seguía escuchando detalles sobre la partida de Adelina, seguía recorriendo con la mirada todo el lugar, creyendo reconocerla en cada rostro presente, para después desengañarme.

      Inventé que necesitaba investigar un poco porque andaba buscando empleo y me habían dicho algo sobre una bolsa de trabajo en internet. Al final, no resultó tan improductiva mi incursión y acabé llevándome un par de hojas impresas con algunas ofertas interesantes.

      Antes de marcharme, di un último vistazo al lugar, como para cerciorarme de que Adelina realmente ya no estaba ahí. Todavía estaba en el lugar la chica con la que la había confundido en primera instancia, ni siquiera se parecía. Aquel breve ensueño había sido fruto de mi imaginación. Algo decepcionado… ¿Para qué voy a mentir? “Bastante decepcionado”, emprendí mi camino de regreso.

      Había estado sumergido en mi amasiato con Dora por cerca de dos meses. Tiempo suficiente para que se enfriaran las cosas y el destino pusiera en juego sus piezas. Igual y si no se hubiera ido, alguien más podría haberme comido el mandado. Era una pena que una mujer tan espectacular se me hubiera ido viva. En los últimos tiempos se me habían presentado oportunidades que no había tenido en toda mi vida, pero así como habían llegado, se habían marchado. Todo el camino de regreso, lo hice en automático, como si dejara mi mente en blanco. Un extraño escalofrío invadía mis huesos, sentía ganas de llorar, pero mis ojos se negaban a atender a mis deseos.

      Como si me hubiese teletransportado, de pronto me vi parado ante la puerta de la gorda. Mi puño tembloroso, a la altura de mi cara, dudaba entre golpear la puerta o quedarse en el aire permanentemente.

      A través de los cristales chinos, pude adivinar del otro lado, una mancha animada que se acercaba, tal vez ella percibía desde dentro, la silueta que delataba mi presencia. La puerta se abrió, cautelosa; y apareció ella, fresca, rebosante, recién bañada, con sus largos cabellos castaños todavía escurriendo. Su robusto cuerpo envuelto en una toalla. Inexplicablemente, lo primero que me vino a la mente fue preguntarme si se vendían toallas de ese tamaño. Yo mismo me contesté en el acto: “No, bruto; la toalla también la puedes comprar por metro y hacerla del tamaño que quieras”.

      Superado ese lapsus, me concentré en sus ojos, lucían distintos, pero igualmente bellos. No sabía porque insistía en sobrecargarse de maquillaje, si era naturalmente hermosa. Mi mano se posó sobre su mejilla. Su piel era tan tersa, tan perfecta. No hablamos, pero nos dijimos tantas cosas, tan dolorosas y tan sinceras, que en perfecta sincronía, en ambos, las lágrimas comenzaron a brotar.

      —Tú no te vas a marchar, ¿verdad?

      —No, aquí estaré toda mi vida…

      Y la besé, con hambre, con ese ardor con el que no había besado a nadie jamás, tratando de eternizar el momento. Cerré la puerta tras nosotros y nos dejamos llevar por la inercia que nos condujo hasta los sillones de la sala. Perdimos el equilibrio y caímos aparatosamente sobre el sofá, que se quejó lastimosamente al recibir de golpe tanto tonelaje. Nos miramos fijamente unos instantes, mientras menguaban las risas que habían estallado por lo ocurrido. Ya con los semblantes serios, nos volvimos a besar, sus labios me quemaban y mi lengua insistía en degustarlos, en hundirse en su boca, explorándola minuciosamente. Su aliento era fresco y sabía a pasta dental. Sonreí en nuestro beso imaginándomela preparándose para nuestro encuentro, y yo llegando, sorprendiéndola antes de tiempo.

      Me perdí entre los pliegues de sus carnes. Pues no supe en qué momento, la toalla se había desprendido de su torso, exponiendo su desnudez, abundante, esplendorosa y entregada. Me propuse saborear su cuerpo entero, besando, lamiendo y mordisqueando su anatomía entera. Pero era una labor titánica, interminable, porque cuando parecía que ya la había recorrido toda, resultaba que siempre había más terreno virgen. Acabé arrodillado en el piso, con la cabeza hundida entre sus piernas, bebiendo con avidez los líquidos que destilaba por aquella hendidura que me invitaba a hundirme cada vez más adentro, y yo me dejaba llevar, como tragado por arenas movedizas que me envolvían y me comprimían, haciéndome dudar si volvería a ver la luz del sol después de tal incursión.

      Y entonces vino el temblor, y sus manos se tensaron en mi cabeza, sus dedos se engarruñaron, aprisionando mis cabellos. Pero yo no me eché para atrás, a pesar del dolor, y continué prodigándole todo el placer que era capaz de proporcionar con mi boca, con mi lengua, con mis labios y sobre todo, con mi hambre de hembra, que era mucha, casi tanta como la que tenía a mi disposición. Ella quería gritar, pero sus gritos se ahogaban, los contenía mordiendo su puño. Se quejaba, agradecía, pedía clemencia y al mismo tiempo exigía más. Al final, su cuerpo simplemente se estremecía de vez en vez, todavía siendo víctima de los espasmos de su intenso orgasmo o de sus varios orgasmos, pues no tenía la cabal certeza de lo que habría experimentado.

      Cuando la miré a la cara, ella lloraba, su expresión era incierta, ¿agradecimiento?, ¿recriminación?… Lo cierto era que lloraba y que se abrazaba a mí, como cuando un niño llora desconsolado y se refugia en los brazos de su madre en busca de consuelo y protección. Así nos quedamos un rato, hasta que, al dormitar, un estremecimiento de su parte la hizo reaccionar.

      Se disculpó y se levantó del sofá, pudorosa y un tanto avergonzada, intentaba cubrir su desnudez. Acaricié su rostro y le sonreí, tratando de brindarle algo de confianza. Ella también sonrió, aunque tímidamente. La notaba cohibida, como si se arrepintiera de lo sucedido. Nuevamente, intenté reconfortarla depositando en sus labios un beso suave, tierno.

      —Tengo que ir al baño… —Musitó con sus labios sobre los míos, como pidiendo permiso.

      —Está bien, aquí te espero… “Cariño”… —Agrandó los ojos al escuchar la última palabra, sonrió algo turbada y se encaminó al baño, tratando de ocultar su desnudez inútilmente.

      El corazón no me cabía en el pecho, me latía, desbocado; tan fuerte, que me dificultaba la respiración. Alcanzaba a escuchar el ruido de la regadera y su voz que tenuemente canturreaba una tonada de Agustín Lara. Recogí la toalla del suelo y me planté ante la puerta del baño, donde esperé a que el agua dejara de fluir y su voz se acallara. Vi que la puerta se abrió con suma cautela, se sorprendió al verme ahí, esperándola. Su cuerpo empapado me pareció la imagen más cachonda que había visto nunca. Ella, con cara de cervatillo asustado, a mi merced, con toda su desnudez en su esplendor, expuesta, indefensa; y encima, su cuerpo mojado, escurriendo agua todos los rincones.

      Yo extendí la toalla y sin esperar su aprobación la envolví con ella en un abrazo que se me antojaba imposible, pero que había consumado. La besé nuevamente y ella no solamente aceptó mi beso, sino que correspondió con ansias. Se escabulló de entre mis brazos y se encaminó a su habitación. Yo la seguía muy de cerca. Ya dentro, me senté en la cama, mientras ella procedía a secar su cuerpo. La conminé a que se acercara a donde yo estaba, para ayudarle en la tarea. Aceptó, algo reticente.

      Otra vez me sumergí en ella, recreándome en su anatomía, recorriendo sus rincones, secándola, ya con la toalla, ya con mis manos, ya con mi boca y lengua, que recolectaba las gotitas que perlaban algunas zonas de su piel. Y luego me perdí en sus pechos, los más grandes que jamás hubiera tenido entre mis manos, los sopesaba, los besaba, los lamía y al final, no pude contener mis ansias de “acabarme de criar”, respondiendo a un instinto primario, latente desde mis primeros días de vida. Procedí a amantarme de ella, y ella gemía, canturreando alguna tonada infantil, y frases cariñosas, más propias de una madre a su hijo, que de lo que realmente estaba sucediendo entre nosotros.

      Y mientras me amamantaba, una de mis manos se refugiaba entre sus piernas, acariciando su vulva, con suavidad, a ritmo creciente. Y cuando dejó de canturrear porque sus gemidos ya no le permitían otra cosa, la penetré con algunos de mis dedos, buscando arrancarle el mayor placer posible, mientras mi pulgar se entretenía con su clítoris. Ocasionalmente, yo retiraba mi mano empapada de sus abundantes jugos para impregnarlos sobre sus pechos, donde yo los degustaba golosamente, mientras mi mano seguía hurgando en sus recovecos. Ella se llevó las manos a la cara, estallando de placer, se derrumbó sobre mí, aprisionando mi torso contra el colchón, y luego se deslizó sobre mí hasta colocar su vagina sobre mi cara.

      Juro que no sabía de dónde demonios sacaba aire para respirar, pero ahí permanecí por largos minutos, obsequiándole la mamada de mi vida. Y no era para menos, pues casi era una certeza que moriría aplastado o ahogado ahí mismo, entre tal abundancia de carne trémula o por la abundancia de líquidos que destilaba aquella fuente de placer.

      Pero sobreviví, a pesar de todo, sobreviví. Y cuando al fin, un haz de luz llegó a mis ojos, me sentí deslumbrado. Me apresuré a salir de mi encierro. Desde el pie de la cama, podía ver a mi robusta amante, a cuatro patas, sobre su cama, tratando de recuperar la respiración.

      La imagen era perturbadora y enormemente excitante. Aparecía ante mí, el trasero más descomunal que hubiera visto en mi vida, totalmente expuesto e indefenso. Mientras su dueña trataba de recuperarse. Su vagina se me antojaba de dimensiones fuera de lo común, lustrosa por los líquidos emanados. Me pareció tan raro notar que estaba perfectamente depilada. Yo sabía que por su corpulencia, esa era una tarea que no podía realizar por sí sola. Me la imaginé acudiendo a uno de esos centros de belleza que ofrece ese tipo de servicios.

      —¿Cuánto tiempo llevaría preparándose para este encuentro? —Me preguntaba mientras deslizaba mis pantalones hasta medio muslo, liberando a Satanás de su encierro.

      Movido más por el instinto que por la razón, me planté a la retaguardia de la gorda, que seguía intentando recuperar la respiración. Pero no le di oportunidad, la embestí con una furia que resultó dolorosa, con prisa, pues temía que de un momento a otro se perdiera aquella posición tan favorable para mis deseos.

      —¡Ahhh!…

      Ella hizo acuse de recibo de la estocada que le había propinado, en la que me había hundido por completo en ella. Me sorprendió gratamente sentir cómo sus músculos vaginales comprimían mi pene, apretando y aflojando de una manera tan parecida a como lo hacía Elenita. En algún lado había escuchado que a eso le llamaban “perrito”… Y vaya que tratándose de eso, la gorda tenía, y muchos…

      De modo, que al iniciar el vaivén, en combinación con el “perrito” de la gorda, se convirtió aquello un encuentro memorable hasta la médula. Esta vez, ya no se contuvo, soltó la voz, y bien. Sus gritos, la forma en que se estremecía, la forma en que me gritaba que me detuviera, pero simultáneamente me incitaba a que le diera más. Se alzaba en todo lo alto, enderezando su espalda casi en su totalidad, para luego dejarse caer de golpe, haciendo crujir la cama, hundiendo la cabeza entre las almohadas y elevando su culo en pompa.

      Y cuando, al final, se vino; aquello no era la humedad clásica de un orgasmo, era un verdadero torrente, expulsado a presión, que me dejó anonadado, al grado tal, que ya me fue imposible controlarme y la acompañé en su orgasmo, viniéndome en sus adentros, en una eyaculación abundante y duradera, cuyos espasmos continuaron estremeciéndome por largo rato, aún cuando ya no expulsaba nada más. Cuando ambos nos derrumbamos y mi miembro abandonó su refugio, ya lo estaba extrañando, ansiando el momento de volver a incrustarme en él.

      —Es usted un malvado… Lo voy a demandar…

      —Pero yo no la he obligado a nada… Creí que lo habíamos hecho de común acuerdo.

      —En parte… Pero usted no me ha hecho el amor, esto fue un intento de homicidio… Pero ni crea que me va a matar tan fácil, se tiene que esforzar y mucho…

      —Trataré de hacerlo mejor la próxima vez.

      —¿Me lo jura?

      —¡Se lo juro!

      Y nos besamos, con ternura, reposando, tras la vorágine que nos había arroyado, y tras la cual, apenas nos dábamos cuenta de que la jauría de perros había estado aullando, ladrando y chillando incesantemente, casi desde que habíamos comenzado a amarnos en su lecho.

      —Déjelos que ladren todo lo que quieran —le dije, aferrándola al lecho, haciéndola desistir en su intento por ir a calmar a los perros.

      Ella me acarició el rostro, y sonriendo, me volvió a besar tiernamente.

      —¿Tiene hambre? —Me preguntó, tras percibir un leve gruñido de mis tripas.

      —Un poco, sí… —Lo tuve que admitir, a pesar del suculento platillo que me acababa de “jambar”.

      —Pues yo no voy a permitir que “mi hombre” pase hambre…

      Ella se levantó y encaminó su robusta desnudez hacia la cocina. Entrecrucé los dedos de ambas manos tras la nuca, para procurarme un mejor apoyo al contemplarla, desde el lecho tenía una perfecta visión de la cocina, donde ella maniobraba, portando su desnudez con gran naturalidad, eso me encantó, a tal grado, que cuando ella ya volvía con una charola en las manos. Mi pene erecto interfirió en el ángulo de visión que de ella tenía.

      —El postre hasta después de comer, querido… —Me dijo, sonriendo pícaramente al notar que Satanás estaba otra vez alebrestado.

      —Como tú ordenes, cariño… Como tú ordenes…

      Los dos más grandes placeres de la vida los tenía asegurados con mi gorda, y no me importaba que los perros siguieran ladrando, aullando y chillando, continua e incesantemente…

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2 respuestas

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