El Baile que me Dejó Seco
Era una de esas fiestas en Caracas que se arman sin plan, en una quinta por los lados de La Trinidad. Música a todo volumen, gente bailando, el olor a ron y a hierba buena flotando en el aire caliente de la noche. Yo, Leandro, con mis 36 años recién cumplidos, estaba ahí, sudando la camisa, con un vaso de cuba libre en la mano que ya perdía el frío. La cosa estaba buena, pero no espectacular, hasta que la vi a ella.
Se llamaba Daniela, o al menos eso me dijo. Una morena con un cuerpo que parecía sacado de un video de reggaetón, vestida con un short tan corto que casi le mostraba las nalgas y un top que luchaba por contener unas tetas generosas. Nos cruzamos miradas un par de veces, sonrisas pícaras, ese juego tonto que uno hace. Hasta que en un momento, con un dembow sonando a todo dar, se acercó y me susurró al oído, con un aliento que olía a ron y a menta: «Oye, papi, ¿quieres que te haga un baile?».
A mí se me secó la boca al instante. Solo pude asentir, con una sonrisa de idiota. Ella me tomó de la mano y me llevó a un cuarto al fondo de la casa, uno que parecía una especie de estudio con un sofá viejo contra la pared y poca luz. Cerró la puerta y el ruido de la fiesta se convirtió en un bajo lejano. Ahí estábamos los dos, solos.
Sin decir nada, ella puso su teléfono en un mueble y buscó una canción. Sonó algo lento, sensual, un reggaetón viejo con ese ritmo que te invita a perrear. Me empujó suavemente para que me sentara en el sofá. «Siéntate y disfruta, papi», dijo, con una mirada que me traspasó. Yo me acomodé, con la verga ya empezando a despertar dentro del pantalón, expectante, sin saber bien qué iba a pasar.
Ella empezó a moverse frente a mí, a unos pasos de distancia. Al principio, eran movimientos suaves, ondulantes, haciendo que sus caderas dibujaran círculos en el aire. Sus manos recorrieron su propio cuerpo, desde el cuello hasta los muslos, acariciándose, despertando cada curva. Yo no podía apartar la vista de ella, de cómo la luz tenue jugaba con los contornos de su silueta. Se acercó poco a poco, hasta que sus piernas casi rozaban mis rodillas.
Bajó lentamente, en cuclillas, hasta quedar a la altura de mi entrepierna. Su cara estaba a centímetros de mi bulto, que ya se notaba prominente a través del jean. Me miró a los ojos, con una sonrisa pícara, y luego bajó la vista hacia mi paquete. Suspiró, exageradamente, como si el solo verlo la impresionara. Después, comenzó a mover sus hombros, haciendo que sus pechos, apretados en el top, se mecieran tentadoramente frente a mi cara. El olor de su perfume, dulce y pesado, se mezclaba con el sudor de su piel y se me metía en la cabeza, mareándome.
Se levantó de nuevo y se dio la vuelta. Ahí fue cuando realmente se me escapó un jadeo. Se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en sus rodillas, y me mostró ese culo redondo y firme, enfundado en el short negro. Empezó a perrear en el aire, moviendo sus nalgas en un ritmo hipnótico, tan cerca de mi cara que podía sentir el calor que desprendían. Cerré los ojos un segundo, imaginando cómo sería agarrarla de las caderas y enterrarle la cara ahí.
Cuando se enderezó, volvió a girarse. Sus manos se dirigieron al short y, con una lentitud que me tenía al borde del infarto, desabrochó el botón y bajó el cierre. Mi corazón latía como un tambor. Pensé: «Esta es, se va a sacar todo». Pero no. Solo lo bajó un poco, lo justo para que se viera la tira de su tanga, negra también, y la prominencia de su monte de Venus. Frotó esa zona con la palma de la mano, presionando, mientras con la otra mano se acariciaba un pecho por encima de la tela.
Se acercó más, hasta que sus muslos rozaron mis rodillas. Con un dedo, me tocó la barbilla, obligándome a mirarla a los ojos. «¿Te gusta lo que ves, papi?», murmuró. Yo solo pude asentir, con la garganta seca. Bajó ese mismo dedo, lentamente, por mi pecho, mi estómago, hasta detenerse justo sobre la dura protuberancia en mi pantalón. No presionó, solo lo dejó ahí, caliente, a través de la tela. Fue un contacto eléctrico que me hizo arquearme involuntariamente.
Luego, ese dedo comenzó a trazar círculos sobre mi verga, que palpitaba encarcelada en el jean. Era una tortura deliciosa. Podía sentir cada latido mío a través de la tela, y su dedo, ligero pero insistente, avivaba el fuego. Ella seguía moviendo sus caderas al ritmo de la música, rozándome con su cuerpo, frotando su entrepierna contra mi rodilla. Sus gemidos suaves se mezclaban con la música, creando una sinfonía de lujuria que resonaba en la habitación.
Se arrodilló completamente frente a mí, entre mis piernas. Apoyó sus manos en mis muslos y acercó su cara a mi bulto. Sopló suavemente, el aire caliente de su respiración penetraba la tela y me erizaba la piel. Yo tenía las manos agarradas al borde del sofá, con los nudillos blancos, conteniéndome para no agarrarla y llevarla a donde yo quería. «Tranquilo, papi», susurró, como leyendo mi mente. «Déjame a mí.»
Su boca se acercó, y por un segundo creí, estúpidamente, que iba a abrirme el pantalón y metérsela en la boca. Pero no. En vez de eso, apoyó su mejilla contra mi paquete y lo acarició suavemente, mientras sus manos subían y bajaban por mis piernas. El roce de su piel, el calor, la promesa de algo más que no llegaba, me tenían al borde de la locura. Podía sentir el lubricante natural de mi propia punta empapando el boxer, estaba tan excitado que me dolía.
La canción cambió, se puso un poco más rápida. Ella se levantó, con un movimiento fluido, y volvió a su danza frente a mí. Pero ahora había algo diferente. Sus movimientos eran más bruscos, más urgentes. Se pasó la lengua por los labios, mirándome con una intensidad que me quemaba. Metió una mano debajo de su short, y por la expresión de su rostro, supe que se estaba tocando. Sus dedos trabajando en su clítoris, justo ahí, frente a mí, mientras me miraba fijamente, desafiante.
Yo ya no podía más. La presión en mi entrepierna era insoportable. Cada movimiento de sus caderas, cada gemido, cada caricia que se daba a sí misma, era una gota que colmaba el vaso. Sabía que no iba a pasar nada más, que esto era el show y punto. Y esa certeza, mezclada con la frustración y la excitación acumulada, me llevó al límite.
Ella lo vio. Vio cómo me tensaba, cómo mi respiración se hacía jadeante, cómo mis ojos se clavaban en su mano oculta bajo la tela. Sonrió, una sonrisa de triunfo, y dijo: «¿Vas a venirte, papi? ¿Solo con mirarme?».
Esa pregunta fue el detonante. Un gemido ronco se me escapó de la garganta. Agarré el sofá con fuerza, mis músculos se tensaron al máximo y, con los ojos fijos en su cuerpo sudoroso, me corrí. Fue una explosión intensa, larga, que me sacudió todo. Sentí el calor extenderse por mi boxer, empapándolo, mientras mi cuerpo se estremecía con las contracciones. Fue un orgasmo poderoso, pero vacío, porque al abrir los ojos, ella seguía ahí, bailando, con esa misma sonrisa burlona.
La canción terminó. Ella se enderezó, se ajustó el short y recogió su teléfono. «Eso es todo, papi. Espero que lo hayas disfrutado», dijo, y se acercó para darme un beso en la mejilla. Su piel olía a sexo y a victoria. Luego, abrió la puerta y se fue, mezclándose de nuevo con la fiesta, dejándome a mí en el sofá, con los pantalones manchados y una mezcla de satisfacción física y humillación punzante.
Me quedé ahí un buen rato, tratando de recuperar el aliento, escuchando cómo la fiesta continuaba ajena a mi pequeña tragedia-gloria. Finalmente, me levanté y fui al baño a limpiarme la modorra que me enfriaba en los huevos y en los muslos. Me miré en el espejo, un tipo de 36 años, veneolano, que se había venido en los pantalones como un chamo por un baile. Y bueno, así es la vida a veces. Salí del baño, me busqué otro trago y me reintegré a la fiesta, con el recuerdo de Daniela y su baile grabado a fuego en la memoria, y en los calzoncillos.
🔞 Recomendado 18+:
🔞 Explora perfiles auténticos — sin prisas, sin juicios.



Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.