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agosto 11, 2025

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Mis vecinos no pararon de coger en toda la noche

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La luna colgaba como un farol pálido sobre el edificio de enfrente cuando regresé a mi apartamento aquella noche. Cansado de una cena de negocios insulsa, con el traje aún oliendo a humo y promesas vacías. Iba a servirme un whisky cuando el sonido me detuvo: un gemido largo, gutural, que se colaba por mi ventana abierta como un susurro obsceno.

Fue entonces cuando los vi.

En el departamento contiguo, con las cortinas descuidadamente entreabiertas como una invitación al voyerismo, una escena sacada de mis fantasías más húmedas se desarrollaba ante mis ojos. Ella, una rubia esculpida por manos divinas – caderas anchas, culo alto y redondo como dos lunas crecientes, pechos que rebotaban con cada movimiento. Él, un tipo musculoso con espalda de nadador, empujándola contra el marco de la ventana mientras ella arqueaba la espalda en un ángulo imposible.

El primer acto fue rápido, animal. Él la levantó como si pesara nada, envolviendo sus piernas alrededor de su cintura mientras la empalaba contra la pared. Podía ver cada detalle con cruel claridad: cómo sus uñas se clavaban en sus hombros, cómo sus labios formaban una «O» perfecta con cada embestida, cómo sus pezones rosados se endurecían contra el vidrio frío.

«¡Sí, ahí, justo ahí!» escuché gritar, su voz rasgada por el placer.

Mi mano ya estaba dentro de mi pantalón, mi verga palpitando al compás de sus movimientos. No pude evitar imaginar que era yo quien la tenía así, quien hacía gritar a esa diosa rubia hasta desgañitarse.

 

El segundo round fue más lento, más cruel. La tumbaron sobre la mesa del comedor, sus nalgas rebotando con cada golpe mientras él la agarraba de la cintura. La luz de la lámpara iluminaba perfectamente cómo su coño brillaba, empapado, cómo sus labios vaginales se abrían y cerraban alrededor de la verga que la destrozaba.

«¿Te gusta, puta? ¿Te gusta esta verga?» gruñía él mientras le daba nalgadas que resonaban en mi habitación.

Yo, en mi oscuridad, me masturbaba con una furia que no sentía desde la adolescencia. Cada gemido suyo, cada golpe de sus caderas, cada palabra sucia que cruzaba la distancia entre nuestros edificios era como una descarga eléctrica en mi cuerpo.

El tercer acto fue poesía en movimiento. Ella, de rodillas en la cama, arqueada como un arco, tomándolo por detrás mientras él le jalaba el pelo. Podía ver cómo su abdomen se tensaba, cómo sus músculos temblaban al borde del orgasmo. Cuando finalmente gritaron al unísono, juré que vi chispas.

Pero no terminó ahí.

Cuarta ronda: en el baño, ella sentada sobre él en la bañera, moviéndose lenta y deliberadamente, saboreando cada centímetro. Quinta ronda: contra el refrigerador, con una pierna sobre su hombro, sus gritos ahogados por su boca. Sexta…

Perdí la cuenta después de la sexta vez. El amanecer los encontró aún enredados, sudorosos, insaciables. Yo, en mi rincón oscuro, con la mano adolorida y el corazón acelerado, había llegado al clímax tres veces sin siquiera tocarme completamente.

Hoy, días después, cada vez que cruzo en el ascensor a esa rubia divina (ahora reconocible por su voz), no puedo evitar sonreír cuando veo cómo cojea levemente. Y cuando nuestro vecino me saluda con una sonrisa cómplice, sé que ambos recordamos esa noche.

Una noche en la que, sin tocarla, esa diosa rubia me hizo suyo.

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