Por
Mi inicio sexual [2.]
*en mi mente pasaban las palabras de carol, que no me dejará hacer eso, que a la próxima vez yo golpeé, pero miren ahora, estaba sentada, siendo penetrada por luis en mi boca con su pene. Y tampoco ella no estaba conmigo, por que prefiero estar con sus amigas en la fiestas. *
Agarró mi cabeza con sus manos grandes—una en la nuca, otra en la base de su verga—y empezó a bombear más rápido. Cada embestida me hacía toser, babas espesas mezcladas con su líquido blanco chorreaban por mi barbilla. Yo golpeaba sus muslos peludos con mis puños débiles, pataleando desesperada. «¡Ssshh, princesa!», susurró él, apretando mi cabeza contra su pubis. Olía a sudor viejo y a mar podrido.
El siguió con un poco más de velocidad metiendo su verga en mi boca, cada vez más profundo hasta que sentí la punta golpeando mi garganta. Las arcadas me hacían llorar a chorros, la saliva babosa mezclada con su líquido blanco me chorreaba por el cuello hasta mojar el camisón blanco. Mis manos se aferraban a sus muslos peludos, tratando de empujarlo, pero él era fuerte como un toro. «Relájate, Taty», jadeó. El olor a pescado podrido y cloro me quemaba la nariz. Yo apenas podía respirar entre cada embestida, los ojos desorbitados mirando la sombra de su cuerpo moviéndose como un monstruo en la pared.
Sentía mucho dolor en la mandíbula, como si me la hubieran dislocado. Cada vez que Luis empujaba su verga hasta el fondo, la punta morada golpeaba mi garganta con un ruido húmedo y asqueroso. Mis lágrimas ardían al mezclarse con la baba espesa que me cubría la barbilla. «Ya no puedo», intenté decir, pero solo salió un gemido ahogado entre arcadas. Él ni siquiera me escuchó, demasiado concentrado en sus movimientos frenéticos, sus gruñidos bajos como de animal herido.
Percibí, como mojaba mi cama con mi jugo vaginal. Hazte que ya no puede más, saqué la verga de mi boca con un ruido húmedo y asqueroso. —Ya no puedo, me duele Luis mi boca—, le dije entre lágrimas y arcadas, la voz ronca como si tuviera piedras en la garganta. Él ni pestañeó. En vez de eso, se puso a masturbarse frenético, apretando su verga roja y brillante como si quisiera arrancársela. Los gruñidos le salían bajitos, como perro hambriento.
De pronto, Luis puso su mano en mi nuca, me elevó la cabeza para dirigirla hacia su verga. Con la otra mano seguía masturbándose fuerte, apretando hasta que las venas se le marcaban como cordones. Se acercó más, rozando mi cara con esa cosa caliente y húmeda que olía a cloro podrido. La punta morada me embarró la mejilla, dejando un rastro pegajoso. —Ábrela otra vez, princesa—, ordenó, pero yo cerré los labios con fuerza, apretando los dientes. Él insistió, frotando su verga contra mis labios sellados, babas espesas mezclándose con mis lágrimas.
De repente, un chorro caliente y espeso salió disparado directamente a mi cara. El semen blanquecino me pegó en los ojos, la nariz, la boca—amargo y salado como agua de mar sucia. Me cegó al instante. —¡Ah, mierda!—, gritó Luis, jadeando mientras seguía chorreando sobre mi frente. Yo escupí, asqueada, sintiendo cómo esa porquería se pegaba a mis pestañas y resbalaba hacia mi cuello. Olía a pescado podrido, igual que la primera vez.
Tosí, tratando de sacar el sabor metálico de mi garganta mientras él soltaba mi nuca. Mis manos temblorosas se frotaron los ojos, pero solo empeoró—el semen se esparció como pegamento. Escuché el ruido de él buscando algo en la oscuridad. De pronto, algo de tela húmeda me restregó bruscamente por la cara: era una blusa limpia, ahora usado para limpiar su desastre. —Quédate quieta—, gruñó, frotando con fuerza hasta que la tela áspera me raspó la piel.
Cuando pude abrir los ojos, vi su silueta recortada contra la ventana. Se ajustaba el pantalón mientras miraba hacia la puerta cerrada. —Victor sigue dormido—, murmuró casi para sí mismo. Yo seguía sentada al borde de la cama, las piernas abiertas y temblando, el camisón empapado pegado a mis pechos. El aire frío rozó mi vagina expuesta, haciéndome estremecer. Luis se agachó de repente, recogiendo mi bombacha blanca del suelo. La sostuvo frente a mí, empapada y arrugada. —Guárdala—, ordenó, metiéndomela en la mano cerrada. —Como recuerdo—.
Al rato me ordenó que me quite eso, y que me vaya a lavar la cara y la boca.
*Desde ése entonces empezaron una cadenas de viviencia que pasé en mi vida, que seguiré contando*
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