octubre 24, 2025

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El cornudo satisfecho

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Llegamos al hotel con el equipaje todavía húmedo de la playa. El aire olía a sal y a crema solar, y a mí ya me olía a cuerno. Lo sabía desde que subimos al ascensor. Ella, mi mujer, con ese vestido blanco tan corto que se le pegaba a las nalgas con la humedad. Y él, el chino, un tipo menudo, con una sonrisa tímida y unas gafas de pasta que no lograban ocultar cómo le devoraba con los ojos el escote a mi esposa.

Nos habíamos encontrado en la piscina del hotel. Él era turista, de esos que vienen con una cámara colgada y no saben muy bien el idioma. Se llamaba Li, o algo así. Yo lo vi acercarse, titubeante, a pedirle la hora a mi mujer. Pero sus ojos no miraban el reloj. Recorrían sus piernas, su cintura, se perdían en la profundidad de ese vestido. Y ella, la muy zorra, en vez de cortarle, se puso a reír, a hablarle en un inglés roto, a tocarse el pelo. La rutina. La misma de siempre, pero con un sabor nuevo.

Quedamos para tomar algo en el bar esa misma noche. Un cóctel, dos, tres. El chino no despegaba la vista de sus labios. Yo, sentado a su lado, sentía el calor que desprendía su cuerpo. El olor de su perfume, mezclado con el deseo. Y debajo de la mesa, mi mano en su muslo, acariciando esa piel que ya sabía que no sería mía por mucho tiempo. Noté el temblor de su pierna. No era de nervios. Era de anticipación.

Subimos a la habitación con la excusa de enseñarle las vistas. Una suite grande, con una cama king size que dominaba la estancia. Las luces de Valencia entraban por el balcón abierto. Él cerró la puerta y el click del pestillo sonó como un disparo. Se hizo un silencio incómodo. Hasta que mi mujer, la puta hermosa que llevo treinta años llamando esposa, se acercó a él y le quitó las gafas con una mano que le temblaba apenas.

«Li», susurró. Y fue como soltar la correa de un perro.

El tipo, que parecía tan frágil, la agarró de la nuca y le hundió la lengua en la boca. Fue un beso bestial, húmedo, ruidoso. Ella gimió, se aferró a sus hombros, y su cuerpo se arqueó contra el suyo. Yo me senté en el sillón, junto a la cama, con las manos sudorosas. Mi corazón latía con fuerza, pero no de ira. No esta vez. Era otra cosa. Una excitación sucia, viscosa, que me recorría las venas.

Vi cómo sus manos, pequeñas y ágiles, le bajaban la cremallera del vestido por la espalda. La tela blanca se desprendió y cayó a sus pies. Quedó en ropa interior, un conjunto negro de encaje que se le clavaba en la carne. El chino separó la boca de la de ella y se puso a morderle el cuello, a chuparle la piel mientras sus dedos desabrochaban el sujetador. Cuando sus tetas cayeron, libres y pesadas, con los pezones oscuros y erectos, el chino emitió un gruñido gutural.

Se arrodilló frente a ella. Le enterró la cara entre las tetas, las mordisqueó, las lambió. Ella echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y se mesó su propio pelo rubio. Sus gemidos llenaban la habitación. «Sí… así…», jadeaba en español, sabiendo que él no entendería, pero que sentiría el permiso en su voz.

Entonces, él la empujó hacia la cama. Cayó de espaldas, con las piernas abiertas. Él le agarró las bragas y se las arrancó de un tirón. No fue un gesto delicado. Fue un acto de posesión. Y a ella se le escapó un grito que era pura rendición. Su sexo, completamente depilado, brillaba bajo la luz tenue. Hinchado, rosado, palpitando. El chino no perdió un segundo. Separó sus piernas y se abalanzó sobre su chocha con la boca.

No fue un sexo oral cariñoso. Fue un ataque. Le mordisqueó los labios, le clavó la lengua en el clítoris, la chupó con una furia que a mí me dejó sin aliento. Ella empezó a retorcerse, a empujar su cabeza contra su sexo, a gritar cosas incomprensibles. Sus manos se aferraban a las sábanas, las enredaban, las estiraban. «¡No pares! ¡Por favor, no pares!», suplicaba. Y él no paraba. La tenía en sus fauces, y era como si quisiera devorarla entera.

Vi cómo su cuerpo se tensaba, cómo sus músculos abdominales se marcaban, cómo un temblor violento la recorría de pies a cabeza. Y entonces vino. Un orgasmo brutal, un espasmo que la hizo arquearse y gritar con una voz que no le había oído en años. Cayó sobre la cama, jadeante, cubierta de un sudor brillante. Pero el chino no estaba ni cerca de terminar.

Se puso en pie y empezó a desnudarse. Su cuerpo era delgado, pálido, con una musculatura fibrosa. Y entonces lo vi. Su verga. No era larga, quizá menos que la mía. Pero era grotescamente gruesa. Una barra oscura, gruesa como el puño de un niño, con unas venas azuladas que latían con fuerza. Parecía un pedazo de carne viva, un arma.

Mi mujer, todavía recuperándose, abrió los ojos y los clavó en aquel miembro. Su boca se abrió en una ‘o’ de sorpresa y, creo, de un poco de miedo. Él se acercó a la cama, le agarró de las piernas y se las abrió de un golpe. Se puso entre ellas y, sin ningún preámbulo, apoyó la punta de su enorme verga en la entrada de su sexo, que todavía palpitaba del orgasmo.

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Ella gimió. «Espera… es muy grande…». Pero él no esperó. Empujó.

Fue lento, pero imparable. Vi cómo su carne se estiraba para acomodar aquel monstruo. Cómo sus labios, hinchados y sensibles, se abrían a la fuerza. Cómo su rostro se contraía en una mueca que era mitad dolor, mitad éxtasis. Él no dejaba de empujar, centímetro a centímetro, hasta que sus caderas chocaron contra sus nalgas. Estaba totalmente dentro. Mi mujer tenía los ojos desencajados, la boca abierta en un grito silencioso. Aquello la llenaba de una manera en que yo nunca lo había logrado.

Y entonces empezó a mover las caderas. Corto, profundo. Cada embestida era una sacudida para todo su cuerpo. El sonido de sus carnes chocando era húmedo, obsceno. Ella empezó a gemir de nuevo, pero esta vez eran sonidos guturales, animales. Sus uñas se clavaron en la espalda del chino, dejando marcas rojas sobre su piel pálida. «¡Dame más duro! ¡Rompeme!», le rogó, y él, que no entendía una palabra, obedeció.

La follaba con una intensidad salvaje. La cambiaba de postura. La puso a cuatro patas y se la volvió a meter por detrás. Desde mi ángulo, podía ver todo. Cómo su verga, brillante con los jugos de ella, desaparecía y reaparecía en su coño, que ya parecía estar hinchado y enrojecido. Cómo sus nalgas se estremecían con cada impacto. Él le agarró de las caderas y la usó como un juguete, follándola con una cadencia mecánica y brutal.

Luego, sin sacársela, la volteó boca arriba. Le levantó las piernas por encima de los hombros, doblando su cuerpo casi por la mitad, y se hundió en ella aún más profundamente, si eso era posible. Ella gritó, un sonido desgarrado. Sus ojos se volvieron hacia mí, por un instante. Estaban vidriosos, perdidos. No me veía a mí. Veía el abismo. Y le gustaba.

El chino jadeaba, su espalda estaba cubierta de sudor. Se inclinó sobre ella y le mordió un pezón. Ella chilló y, de repente, su cuerpo se convulsionó en un segundo orgasmo, más violento que el primero. Sus piernas temblaron de forma incontrolable. Eso fue la gota que colmó el vaso para él. Sus gruñidos se hicieron más agudos, sus embestidas más descoordinadas. Con un rugido, se clavó hasta el fondo y se quedó quieto, temblando. Estaba corriéndose dentro de ella. Podía ver cómo su gruesa verga palpitaba en el interior de su chocha, vaciándose.

Se desplomó sobre ella, agotado. Permanecieron así un minuto, sus cuerpos pegados, resbaladizos. El aire olía a sexo, a sudor salado, a triunfo. Finalmente, él se retiró. Y entonces vi cómo de la vagina de mi mujer, abierta y usada, manaba un hilo blanco y espeso. Su semilla. Goteaba sobre las sábanas, formando un charco pequeño.

Ella ni siquiera se movió para limpiarse. Quedó allí, con las piernas aún abiertas, mirando al techo, con una expresión de absoluto vacío y satisfacción. El chino empezó a vestirse en silencio. Me miró, asintió con la cabeza como si me diera las gracias, y salió de la habitación.

Yo seguía sentado en el sillón. Mi propia verga estaba dura como una piedra, latiendo dolorosamente dentro de mis pantalones. No me había tocado. No había hecho falta. El espectáculo había sido suficiente. Mi mujer giró la cabeza lentamente y me miró. Sus ojos ya no estaban vacíos. Ahora brillaban con algo que no había visto en ellos desde hacía mucho, mucho tiempo. Un desafío. Un conocimiento. Y una puta, hermosa y ruin verdad.

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