Viernes de fuego
Después de una semana larga de trabajo, por fin llega el viernes.
Despierto antes de que suene el despertador; mi cuerpo parece saber que hoy algo distinto va a ocurrir. Me siento inquieta, viva, con una energía que me recorre la piel.
Elijo mi ropa con cuidado: una falda corta, sandalias y una blusa negra que abraza mis curvas. No soy delgada, pero adoro mis formas, y me gusta sentir que mi cuerpo habla antes que mis palabras.
La ropa interior también la escojo con intención: encaje negro, suave y provocador.
Mientras me ducho, dejo que el agua tibia acaricie mi piel. Paso el jabón lentamente por mis brazos, por mi cuello, por mis pechos… cierro los ojos y dejo que los recuerdos se mezclen con las gotas que resbalan. Pienso en ti, en tus manos, en tu boca, en la forma en que me haces temblar. Una sonrisa se escapa de mis labios: “uno nunca sabe lo que puede pasar un viernes”, me digo.
Termino la ducha, aún con el cuerpo encendido, y me visto despacio, disfrutando de cada prenda que roza mi piel. Me miro al espejo y me reconozco distinta: deseante, segura, lista. “Apoteósica”, pienso, y sonrío.
Tomo un taxi y noto cómo el conductor me mira por el retrovisor. Me dice que me veo muy bonita. Le agradezco con una sonrisa distraída mientras reviso mi celular. Ahí estás tú.
Me habías escrito desde temprano. Te respondo y, casi al instante, llega tu mensaje:
—¿Cómo estás?
Sin pensarlo, mis dedos escriben: “caliente”.
Tu respuesta llega con un emoji travieso y una frase que me hace sonreír: “Entonces déjame ayudarte con eso”.
Acordamos vernos a las seis y media.
Intento concentrarme en el trabajo, pero tu voz se me instala en la cabeza. Cuando suena mi celular y escucho que eres tú, mi respiración cambia.
—Solo quería decirte que esta noche quiero que pienses en mí —susurras.
Y ese tono, esa intención, me desarma.
El resto del día se me hace eterno.
Durante el almuerzo, escucho una voz familiar detrás de mí. Me giro y ahí estás, sonriendo. Me dices que me veo increíble. Tu presencia me descoloca. Me abrazas y el tiempo se detiene. Nuestros cuerpos se reconocen en ese roce. Tus labios buscan los míos en un beso breve, pero suficiente para que mi cuerpo despierte del todo.
Al oído me susurras:
—Esta noche, te quiero para mí.
Tu promesa se me queda latiendo en la piel.
Cuando me dices que, al verte, quiere que esté sin ropa interior, siento el calor subir desde adentro. El resto de la tarde lo paso contando los minutos, anticipando el momento.
A las seis en punto me arreglo, me miro al espejo una vez más y cumplo con lo que me pediste.
Al salir, me siento libre, ligera, como si mis pasos flotaran.
Te encuentro esperándome. Entro al carro, y apenas cierro la puerta, tus labios buscan los míos. El beso es profundo, impaciente, lleno de todo lo que contuvimos durante el día.
Me dices que no dejaste de pensar en mí, que al recordarme vestida así te perdiste en la idea de tenerme cerca.
Arrancas el auto y el silencio se llena de algo que no es solo deseo, sino anticipación. Te miro, y mis ojos se deslizan con descaro por tu cuerpo.
Sonríes, como si pudieras leer lo que pienso.
—Aún no —murmuras con esa voz que me desarma—. Déjame llegar al lugar donde quiero verte perder el control.
Asiento, intentando recuperar la calma, pero tu mano busca la mía, y el aire se vuelve espeso, eléctrico. En cada semáforo, tus dedos rozan mi piel, y esa caricia breve me deja sin respiración.
Tus palabras me arden en el oído:
—Estás lista para mí… y quiero probar cada deseo que guardas.
No necesito más. Mis sentidos se despiertan por completo. Cierro los ojos y me dejo llevar por lo que siento, por lo que imagino que pasará cuando lleguemos.
Tu respiración se acelera, la mía también.
El ambiente se carga de una energía que podría incendiarlo todo.
—No sabes cuánto te he deseado hoy —susurras—. No dejo de pensarte, de imaginarte.
Cada palabra tuya me empuja más cerca del borde del placer.
No hay espacio para el miedo ni la duda; solo el deseo, palpitante, contenido, a punto de desbordarse.
Y entonces sucede: ese instante en que el cuerpo y la mente se rinden al mismo fuego, donde el silencio se convierte en un gemido contenido, y la noche se vuelve cómplice de todo lo que no necesita ser dicho.
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