Trío pero con sabor a pasión
Era un jueves cualquiera, de esos que huelen a fin de mes y a reportes que nunca cuadran. Yo, Valentina, caminando mis cuatro cuadras de rigor desde la parada del microbús hasta la oficina. El sol ya calentaba y yo con mi falda gris de la oficina, medias negras y esos tacones que hacen ruito contra el pavimento. Normalmente, en este tramo, voy cazando. Miraditas a los albañiles de la construcción de la esquina, una sonrisa al repartidor de la pizzeria, cosas así. Pero ese día, no iba con ganas de lo salvaje de siempre. No sé por qué, pero el cuerpo me pedía otra cosa.
Pasé frente al taller mecánico que está a dos cuadras del trabajo. La puerta de reja estaba abierta y adentro se veían tres tipos. No los típicos machos sudorosos y gritones, no. Eran más jóvenes, uno con lentes, otro con una gorra de baseball puesta al revés, y el tercero, más serio, con las manos manchadas de grasa pero con una mirada tranquila. Me miraron cuando pasé, pero no con ese hambre voraz que suelen tener. Fue una mirada… apreciativa. Yo, por inercia, les sonreí y seguí caminando.
Pero a medio camino, me detuve. ¿Y si hoy no era día de que me trataran como un pedazo de carne? ¿Y si probaba algo diferente? Di media vuelta, con el corazón latiéndome un poco más fuerte, y me acerqué a la reja del taller. El de la gorra, que estaba sacando una llanta, fue el primero en verme. «¿Se te descompuso algo, señorita?», preguntó, con un tono amable, no de esos que ya te están desvistiendo con los ojos.
«No, nada de eso», dije, apoyándome en el marco de la puerta. «Es que… pasé por aquí y me dio curiosidad». Sonreí, tratando de no verme demasiado urgente. El más serio, el de las manos manchadas, se acercó limpiándose en un trapo. «Puede pasar, si quiere. Solo no toque nada que está sucio». Su voz era pausada, grave, pero no intimidante.
Entré. El taller olía a gasolina, a metal caliente y a café recién hecho. Era un desastre controlado, con herramientas por todos lados y un radio encendido con música de rock suave. El tercero, el de lentes, estaba sentado en una banca, revisando una tablet. Me sonrió tímidamente. «¿En qué podemos ayudarte?», preguntó el serio, que resultó llamarse Daniel.
La verdad es que no tenía un plan. Normalmente, yo llevo la iniciativa, digo lo que quiero sin anestesia. Pero esa vez, las palabras no me salían. «Solo… quería ver», murmuré, sintiéndome extrañamente cohibida. Daniel, el serio, asintió. «Tomás, ofrécele un café al menos», le dijo al de la gorra. Tomás, que así se llamaba, asintió y fue a una mesita donde había un termo y unos vasos de unicel.
Mientras Tomás servía el café, el de lentes, que se presentó como Leo, se acercó. «Trabajas por aquí cerca, ¿no? Te he visto pasar». Su tono era curioso, no acosador. Asentí. «En el estudio contable, a dos cuadras». Tomás me alcanzó el café. «Con azúcar?», preguntó. «No, así está bien», dije, y nuestras manos se rozaron al pasar el vaso. Fue un contacto breve, pero no eléctrico como estoy acostumbrada. Fue… cálido.
Bebí un sorbo. El silencio no era incómodo. Daniel se sentó en una caja de herramientas y me miró. «No sueles entrar a talleres, ¿verdad?». Sonreí. «No, la verdad es que no». «Se nota», dijo él, con una sonrisa casi imperceptible. «Pero se agradece la visita».
No sé cómo pasó, pero empezamos a hablar. De cosas simples. Del calor, del tráfico, de la música que sonaba. Leo resultó ser el que llevaba la administración del taller, por eso la tablet. Tomás era el mecánico junior, y Daniel, el dueño. Hablaban con calma, se reían entre ellos, me incluían en la conversación sin forzarlo. No había miradas lascivas, no había comentarios subidos de tono. Y, para mi sorpresa, yo no los extrañaba.
Después de un rato, Daniel se levantó. «Bueno, hay que volver al trabajo». Yo me sentí un poco decepcionada, pero asentí. «Claro, no quiero molestar». «No molesta», dijo Tomás, rápidamente. «Pero si tienes que irte…». Me quedé mirándolos, a los tres, parados ahí, cada uno con su rol, su personalidad. Y entonces, la calentura, que se había mantenido a raya, empezó a burbujear. Pero no era la urgencia de siempre. Era un deseo más… profundo.
«¿Saben?», dije, poniendo el vaso vacío en la mesa. «No tengo que irme tan pronto». Los tres me miraron, y por primera vez, vi un destello de interés más allá de lo amable en sus ojos. No era hambre, era curiosidad. «¿No?», preguntó Daniel, cruzando los brazos. Su camisa de trabajo, abierta en el cuello, dejaba ver un poco de vello pectoral. «No», repetí, y esta vez mi voz sonó más segura. «Hoy no me apetece lo salvaje. Hoy quiero… cariño».
La palabra sonó rara saliendo de mi boca. «Cariño?», preguntó Leo, ajustándose los lentes. «Sí», dije, acercándome un poco más. «Que me toquen sin prisa. Que me besen como si mi boca fuera algo más que un hoyo. Que me hagan sentir… deseada, no solo usada».
Daniel fue el primero en reaccionar. Se acercó a mí, lentamente, y con el dorso de los dedos me acarició la mejilla. Su mano, áspera por el trabajo, era increíblemente suave en su gesto. «Eso podemos hacerlo», murmuró. Su aliento olía a café y a menta.
Tomás se acercó por detrás, pero no me agarró, no me apretó. Puso sus manos en mis hombros y empezó a masajearlos, con una presión firme pero delicada. «Estás tensa», comentó, y era verdad. Leo se quedó frente a mí, mirándome a los ojos. «Te ves hermosa», dijo, y sonó sincero, no como un cumplido barato.
Daniel inclinó su cabeza y me besó. No fue un beso de lengua inmediata y posesiva. Fue un beso lento, explorador. Sus labios eran firmes, y su sabor a café era adictivo. Yo gemí contra su boca, y mis manos se aferraron a su camisa. Mientras, Tomás seguía masajeando mis hombros, y sus dedos bajaron hasta la espalda, desabrochando el primer botón de mi blusa. No lo hizo con urgencia, sino con cuidado, como desenvolviendo un regalo.
Leo se arrodilló frente a mí y, mirándome a los ojos para asegurarse de que estaba bien, levantó mi falda solo lo necesario. Sus manos, suaves a pesar de todo, acariciaron mis muslos por encima de las medias. «Qué suave», murmuró, y su aliento caliente en mi piel me erizó los vellos. Daniel seguía besándome, pero ahora su lengua jugaba con la mía, lenta, saboreando cada momento.
Tomás terminó de desabrochar mi blusa y la abrió, dejando al descubierto mi sostén negro. Sus manos no se abalanzaron sobre mis tetas. En vez de eso, acariciaron mi cintura, mi estómago, subiendo muy lentamente hasta rodear los lados de mis pechos. «Permiso?», preguntó Daniel, rompiendo el beso y mirando mis labios hinchados. Asentí, sin aliento. Sus manos, grandes y callosas, se posaron sobre mis tetas por encima del sostén. Las masajeó con movimientos circulares, y un gemido largo me escapé. No era un gemido de lujuria descontrolada, era de un placer que se construía lento, desde adentro.
Leo, todavía arrodillado, besó la parte interna de mis muslos, haciendo que me estremeciera. Sus labios eran suaves, sus besos, pausados. «¿Puedo?», preguntó, señalando mi entrepierna. Asentí, con la cabeza nublada. Con dedos que temblaban un poco, bajó mi tanga. No fue un tirón, fue un deslizamiento. Y cuando mi sexo quedó al descubierto, no se lanzó a chupar. Sopló suavemente sobre mi clítoris, que ya estaba hinchado y sensible. El aire caliente fue una tortura deliciosa.
Daniel, mientras tanto, me había quitado el sostén y ahora sus labios recorrían uno de mis pezones. No chupaba con fuerza, lo lamía, lo mordisqueaba con una suavidad que me volvía loca. Tomás, por su parte, me besaba el cuello, la nuca, susurrándome cosas que no podía entender pero que sonaban a admiración, no a obscenidad.
Leo finalmente puso su boca sobre mí. Y Dios, cómo chupó. No era esa lengua rápida y desesperada que estoy acostumbrada. Era una lengua que tomaba su tiempo, que recorría cada pliegue, que se detenía en mi clítoris para darle lamidas largas y húmedas, para luego meterse dentro de mí, profundamente, pero sin prisa. Yo gemía, con las manos en el pelo de Daniel y de Tomás, perdida en una nube de sensaciones que no quería que terminaran.
Así estuvimos, no sé cuánto tiempo. Ellos turnándose, explorando mi cuerpo como si fuera la primera vez para todos. Daniel me besaba mientras Tomás acariciaba mis piernas y Leo seguía con su trabajo maestro entre mis piernas. Me hicieron venirme una vez, con un orgasmo que no fue explosivo, sino una ola larga y tremenda que me recorrió entera, dejándome temblando y jadeante contra Daniel.
Pero no pararon ahí. Daniel me llevó a una especie de sofá viejo que había en una esquina, cubierto con una lona limpia. Me recostó y los tres se quitaron la ropa, sin prisas. Vi sus cuerpos. Daniel, más musculoso, con cicatrices de su trabajo. Tomás, delgado pero fuerte. Leo, más suave, casi delicado. No había vergas enormes y amenazantes. Eran normales, humanas. Y eso me excitó más que cualquier monstruo que hubiera visto antes.
Tomás fue el primero en entrar en mí. Lo hizo lentamente, mirándome a los ojos, asegurándose de que cada centímetro fuera placer y no dolor. Daniel se puso a mi lado y me ofreció su pene, no para una mamada brutal, sino para que lo acariciara con mi boca, lo cual hice, con una lentitud que lo hacía gemir. Leo se colocó cerca de mi cabeza y yo, con la mano libre, acaricié su verga, sintiendo cómo latía.
Tomás se movía dentro de mí con una cadencia perfecta. No era un ritmo frenético, era una danza. Cada embestida me llenaba, rozaba ese punto exacto, pero sin la urgencia de correrse. Daniel, en mi boca, no empujaba, solo se dejaba chupar, con la mano en mi pelo, acariciándome. Leo cerraba los ojos, disfrutando de mi mano en él.
Cambiamos de posiciones. Leo entró en mí después, y fue igual de cuidadoso. Sus movimientos eran más suaves, casi tímidos, pero no por eso menos placenteros. Daniel, por su parte, se corrió en mi boca en un gemido largo y contenido, y su sabor, salado y masculino, no me disgustó. Luego, Tomás quiso probar mi boca, y yo, que normalmente detesto dar mamadas, lo hice con un gusto que me sorprendió, porque él no exigía, solo recibía.
Finalmente, los tres se corrieron, cada uno a su tiempo, en lugares diferentes (Tomás en un condón que sacó de su bolsillo, Leo en mi mano, y Daniel ya lo había hecho). No hubo corridas espectaculares, ni gritos exagerados. Fueron gemidos de satisfacción, de entrega.
Nos quedamos ahí, en el sofá, medio vestidos, jadeando. El taller estaba en silencio, solo nuestro respiro. Daniel me pasó una botella de agua. «¿Estás bien?», preguntó, con genuina preocupación. Asentí, sin poder hablar. «Fue… diferente», dije al final. «A mí también me gustó», confesó Tomás, sonrojándose. Leo solo sonrió.
Me vestí lentamente, sintiendo cada músculo relajado, cada caricia imaginaria que aún recorría mi piel. Al salir del taller, los tres me despidieron con una sonrisa, no con esa mirada de «hasta la próxima, puta» que suelo recibir.
Caminé hasta la oficina flotando. Llegué tarde, pero no me importó. Esa tarde, en mi escritorio, cada vez que cerraba los ojos, no veía sexo duro y rápido. Veía manos callosas acariciándome con ternura, besos lentos, y miradas que me hacían sentir como una mujer, no como un objeto. Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, no me sentí vacía después de un polvo. Me sentí… llena. Y sabía que, aunque la semana que viene probablemente volvería a buscar lo salvaje, hoy había descubierto que a veces, la cariñosería puede ser más excitante que cualquier animalidad.
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