Por
Anónimo
Trío con mi esposa y mi cuñada
Siempre he tenido deseo sexual por mi cuñada e incluso mi pareja lo sabe
Una noche se presentó la oportunidad perfecta, y no la iba a dejar pasar. Mi cuñada estaba de visita en la ciudad, y salimos los tres de copas. Desde el momento en que las vi listas, supe que sería una noche intensa. Mi esposa, la muy atrevida, se puso una falda tan corta que apenas le cubría las nalgas, con una tanga de hilo, una blusa sin sostén que dejaba adivinar la firmeza de sus pechos, y esos tacones abiertos que tanto me vuelven loco por sus pies. Pero mi cuñada… ella era la tentación en persona. Un short blanco tan corto y tan ceñido que se le transparentaba la tanga de encaje negra que llevaba debajo. Unas sandalias que dejaban ver unos pies exquisitos, cuidados, que me tenían hipnotizado.
El ambiente en el bar estaba cargado. El calor del día, las copas de más, la música a buen volumen y la tensión sexual palpable entre los tres me dieron el valor para pasar a la acción. Primero, con mi esposa. Desde atrás, mientras estábamos sentados en la barra, deslicé mi mano bajo su falda. Ella no se inmutó; al contrario, hizo un gesto sutil de complicidad y se reclinó un poco hacia mí. Empecé a acariciar su culo, y luego, con un dedo, a trazar círculos alrededor de su annito, sintiendo cómo se relajaba y cedía bajo mi toque. Ella cerraba los ojos y mordía suavemente el labio inferior, disfrutando en silencio.
Pero yo no podía dejar de mirar a mi cuñada. Estaba sentada al otro lado, cruzando y descruzando esas piernas interminables, jugueteando con la punta de su sandalia. Se me hacía la boca agua. Estaba como un burro, con la sangre corriendo a un solo lugar. Mientras seguía con el mete y saca de mi dedo en el culo de mi esposa, la mirada se me iba una y otra vez hacia las pantorrillas, los tobillos, los pies perfectamente arqueados de mi cuñada. Era algo morboso y profundamente excitante.
Luego llegó el momento de las fotos para las redes. «¡Una para el recuerdo!», dijo mi esposa, y nos agrupamos los tres. Mi cuñada se acercó más de lo necesario para el encuadre, y en ese movimiento, su mano, tal vez por accidente, tal vez no, cayó sobre mi muslo y rozó el bulto evidente de mi pene, que estaba erecto y palpitando contra el pantalón. Ella no retiró la mano de inmediato. Se quedó allí, un par de segundos que se sintieron como una eternidad, mientras yo contaba cada latido de mi corazón.
Aproveché el pretexto de la pose para poner mi mano en su espalda baja, y luego, deslizarla con naturalidad hacia abajo, hasta posarla en la curva de su glúteo, justo donde terminaba el short. Sentí el calor de su piel a través de la tela delgada. Ella se inclinó un poco hacia adelante, como para ajustar su postura, y en ese movimiento pude ver, por el escote del short, cómo la tanga negra de encaje se le metía entre las nalgas, ofreciendo un vistazo fugaz pero indeleble. El flash de la cámara capturó la foto, pero a mí me quedó grabada otra imagen muy distinta.
Terminada la foto, la energía no se disipó. Seguimos ahí, los tres juntos, en una burbuja de complicidad cada vez más densa. Con mi cuñada de pie frente a mí, me atreví a enganchar el dedo en la cintura de su short y en la de su tanga, y tirar suavemente hacia mí, solo un poco, solo para sentir la resistencia de la tela contra su piel y para ver cómo se marcaba aún más. No dijo nada. Solo respiró hondo y me miró de reojo, con una sonrisa que no era de sorpresa, sino de reconocimiento. Mientras, mi otra mano seguía su trabajo bajo la falda de mi esposa, que ya estaba completamente entregada a las sensaciones, dilatándose para mis dedos.
Nos levantamos a bailar. El lugar era pequeño, íntimo, y nos movíamos los tres en un espacio reducido. Yo era el punto de conexión. Por delante, mi esposa se frotaba contra mí, moviendo sus caderas al ritmo. Por detrás, mi cuñada también se acercaba, y yo podía sentir el calor de su cuerpo, el roce de sus pechos contra mi espalda en algunos giros. Mis manos no descansaban: una en la cintura de mi mujer, bajando a veces a acariciar su trasero; la otra, aprovechando cualquier oportunidad para posarse en la cadera de mi cuñada, en su muslo, siempre buscando ese contacto prohibido. Era un baile de tres, una danza cargada de promesas sucias.
La noche siguió su curso, con más copas, más risas nerviosas y miradas cada vez más intensas. Pero el verdadero clímax no ocurrió en el bar. Ocurrió cuando, con excusas borrachas y un deseo imposible de contener, las convencí de que lo mejor era seguir la fiesta en casa.
El viaje en taxi fue eléctrico. Yo en el medio, una a cada lado. En la oscuridad del asiento trasero, mi mano derecha recorría el muslo desnudo de mi esposa, mientras la izquierda hacía lo propio con la suave piel de mi cuñada, que había dejado de fingir indiferencia y apoyaba su cabeza en mi hombro. Nadie dijo una palabra, pero el acuerdo tácito ya estaba sellado.
Al llegar a casa, la tensión estalló. Ya no había testigos, ni reglas sociales que cumplir. Mi esposa, encendida por la aventura y la complicidad, fue la primera en tomar la iniciativa. «Quiero verte con ella», me susurró al oído, mientras desabrochaba mi pantalón. «Pero quiero mi turno después».
Mi cuñada, con una seguridad que me dejó sin aliento, se acercó y, sin mediar palabra, se arrodilló frente a mí. Me miró a los ojos mientras con sus manos liberaba mi verga, que estaba dura y palpitante. La primera caricia de su lengua fue un shock de placer puro. Mi esposa, de pie a mi lado, observaba con los ojos brillantes, mordiéndose los labios, mientras acariciaba mi pecho. Ver a las dos hermanas, tan diferentes pero unidas en ese momento por mí, por mi deseo, era más excitante que cualquier fantasía.
Mi cuñada me chupó con una habilidad y un morbo que me hicieron temblar. No era tierna, era posesiva, como si quisiera marcar su territorio. Mi esposa, viendo que yo estaba al borde, intervino. «Mi turno», dijo, con una voz ronca. Se arrodilló junto a su hermana y, en un acto que me prendió como nunca, se inclinó y le dio un beso profundo y húmedo, un beso que compartía el sabor de mi precum. Luego, empujó a su hermana suavemente a un lado y se trago mi verga entera, haciéndome gemir.
Así empezó el turno. Primero, puse a mi cuñada a cuatro patas sobre el sofá y me la cogí por detrás, mirando cómo su tanga de encaje se hundía en su carne con cada embestida. Mi esposa se sentó frente a ella, mirándola a los ojos, acariciándole la cara y los pechos mientras yo las follaba. Luego, intercambiamos. Ayudé a mi esposa a subirse a mí, a cabalgarme, mientras mi cuñada, desde atrás, le mordisqueaba el cuello y le manoseaba las tetas.
Fue una noche de posesiones, de intercambios, de miradas ardientes y gemidos que se mezclaban. Un trío donde los límites se difuminaron, donde el deseo por mi cuñada no opacó, sino que amplificó, la pasión por mi esposa. Y donde ellas, al menos por esa noche, encontraron en la complicidad compartida un placer nuevo y demoledor. Amanecimos exhaustos, entrelazados en un desorden dulce, sabiendo que habíamos cruzado una línea de la que no había vuelta atrás..


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