Por
Anónimo
Tengo 21 y me detono a una de 45
Todo empezó cuando tenía 19 años. Para ese entonces seguía siendo virgen, y en mi desesperación por dejar de serlo, instalé Tinder. Ahí comenzó todo. Primero conocí a una mujer de 29 años —a la que llamaré Ester—, quien no solo me hizo debutar, sino que me inició en un mundo del que ya no quiero salir. Tengo que reconocer que el mérito es todo de ella, porque yo era más tieso que palo de escoba, pero Ester, con paciencia y sensualidad, me fue “entrenando”. Me enseñó a tocar, a morder suavemente, a perder el miedo a los gemidos y a descubrir qué puntos hacían retorcerse a una mujer. Me volví adicto a su piel, a sus susurros, a la forma en que arqueaba la espalda cuando la penetraba por detrás.
Con el paso de los meses, me presentó a una amiga —a la que llamaré Karla—, y una noche, después de unas copas y miradas que ya no podían disimular nada, Ester propuso hacer un trío. No lo pensé dos veces. Acepté. Esa noche fue un huracán de sensaciones: bocas, manos, lenguas explorando cada centímetro de mi cuerpo. Karla era distinta: más madura, más intensa, con una mirada que desvestía. Mientras Ester me montaba, Karla se acercó por detrás y me mordió el cuello… después se inclinó y comenzó a lamerme los testículos. Perdí la noción del tiempo. Solo recuerdo venirme en ambas, sintiendo que el mundo entero cabía en aquel cuarto.
Esto se repitió durante meses. Nos encontrábamos los fines de semana, a veces en casa de Ester, a veces en la de Karla. Hasta que Ester conoció a un hombre y se comprometió. Me dolió. No era amor, pero sí mucho cariño y un vínculo carnal que extrañé. Quedamos solamente Karla y yo. Y aquí empezó lo mejor.
Cuando cumplí 21, empecé a estudiar y necesitaba un trabajo. Karla —siempre protectora y con contactos— habló con su jefe y me consiguió un puesto en su oficina. Desde entonces, el juego subió de nivel. Tenemos sexo en su casa, sí, pero también en el trabajo. Verla caminar por los pasillos con esas faldas ajustadas, esas medias que marcan sus piernas… se me para solo de pensarlo. Karla lo sabe. A veces, en medio de una reunión aburrida, me manda un mensaje: “Mi vibrador está encendido. Controlalo tú.” Y desde mi celular, regulo la intensidad mientras ella disimula sonrojos y muerde el labio frente a sus compañeros.
Hemos llegado tan lejos que una vez, en el baño de hombres, la levanté sobre el lavamanos, le quité las bragas —eran de encaje negro—, y se la metí con esa furia que solo ella despierta. Gemía bajito, ahogando su voz en mi hombro, mientras afuera se escuchaban pasos. “Cállate… o nos descubren”, le decía, y eso la excitaba más.
A fin de año, Karla cumplirá 45. Y créanme: está mejor que muchas de veinte. Tiene un cuerpo esculpido por el gym y una actitud que me vuelve loco. A veces, cuando acabamos y me quedo mirándola, pienso: “¿Cómo es posible que a los 21, esté viviendo esto con una diosa de 45?”. La respuesta es simple: la vida es impredecible. Y el deseo, mucho más.




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