agosto 17, 2025

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Servicio premium a bordo

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El Boeing 787 surcaba la noche sobre el Golfo de Bengala cuando mi manicura francesa se cerró alrededor de la hebilla de su cinturón de Armani. El baño privado de primera clase olía a jazmín y lujo, pero bajo los aromas de colonia Clive Christian, yo detectaba ese olor masculino que me hacía humedecer la bombacha.

«Esto es una locura», murmuró él, aunque sus manos ya recorrían mi cintura bajo la chaqueta del uniforme. Marcelo, cuarenta y dos años, anillo de platino aún caliente en su dedo—tenía esa mezcla de autoridad y culpa que volvía mi boca agua.

«No sea cobarde ahora», susurré deslizando los labios por su cuello mientras desabrochaba su bragueta con dedos expertos. Su esposa, una rubia esquelética con pastillas para dormir, roncaba a quince metros de distancia tras cortinas de seda.

Su pene emergió semiduro, grueso como el mango de mi batón de azafata, con esa curvatura perfecta que sabía haría fricción celestial contra mi paladar. Antes de que pudiera protestar, envolví la cabeza con mi lengua, saboreando la primera gota de salobre precum.

«Mein Gott», maldijo, aplastando mi moño contra el lavabo de mármol.

La técnica fue de manual patentado: una mano en la base retorciendo suavemente, los labios sellados alrededor del glande succionando al retroceder, la otra mano masajeando sus huevos con precisión milimétrica. Pero lo que seguía era puro instinto argentino—hundí la garganta hasta que su pubis rozó mi nariz, conteniendo la arcada con años de práctica. El espejo frente a nosotros reflejaba mi rostro—ruborizado, rímel intacto, los ojos llorosos de placer—y su expresión de hombre que descubre que el cielo existe.

 

«Métela toda», jadeó, pero mis uñas se clavaron en sus muslos cuando sentí cómo se engrosaba hasta llenarme completamente la boca. El reloj Breitling de su muñeca marcaba que faltaban cuarenta minutos para el servicio de cena—tiempo suficiente para hacerlo venir si apretaba la campanilla de auxilio con la lengua como ahora.

La turbulencia repentina fue una bendición. Al agarrarme de sus caderas para mantener el equilibrio, él se deslizó hasta golpear mi úvula, desatando un gemido que resonó contra los paneles de madera de nogal. «Quiero que rompas este uniforme», respiré entre toses, desabrochando los tres botones superiores para dejar caer el sostén. Sus dedos inmediatamente se enroscaron en mis pezones duros—expertos, como si conocieran cada nervio.

El segundo round fue puro teatro: me arrodillé sobre el piso calefaccionado, usando mi collar de perlas falsas para acariciar su escroto mientras lamía las venas palpitantes de abajo hacia arriba. «Tu mujer no te chupa así, ¿verdad?», pregunté, sabiendo que el tabú multiplicaría su placer. Su gruñido fue respuesta suficiente.

Cuando finalmente se corrió, fue con un estremecimiento que sacudió su cuerpo de ejecutivo—caliente, espeso, inundando mi garganta en pulsaciones interminables. Tragué cada gota como el Dom Pérignon que había servido horas antes, limpiando los restos con el pañuelo de seda de su bolsillo.

«Willst du mehr?», sonreí al incorporarme, ajustando la falda mientras él se recomponía. El brillo en sus ojos dijo todo—justo cuando el timbre del capitán anunció nuestra aproximación a Phuket.

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