Pepita húmeda, olorosa y jugosa
Resulta que, estaba en el apartamento de mi amiga Daniela. Ella es una chama que conocí en el gym hace unos meses, de esas morenas con un cuerpazo que te quita el sueño, pero con una personalidad tan chévere que podemos ser amigos sin que mi esposa sospeche. O eso creía ella, porque la verdad es que yo siempre he tenido mis intenciones escondidas con Daniela.
Esa tarde estábamos tomando unas cervezas en su sofá, viendo memes en Facebook en mi celular, riéndonos como locos. De repente, nos topamos con uno que decía: “La vagina de una mujer después de una mamada queda igual que el pene: babosa, llenita de saliva y pegajosa. Sin necesidad de tocarla ni nada”. Los dos nos miramos y hubo una chispa ahí, te lo juro. Daniela se mordió el labio y me dijo con una sonrisa pícara: “¿Será, Jhonatan? ¿Comprobamos?”. Yo, que no soy bobo, le solté: “Claro, pana, todo en nombre de la ciencia, ¿no?”.
Ella no se hizo de rogar. Se arrodilló frente a mí, ahí en la alfombra, y sin más preámbulos me abrió el cierre del pantalón. Mi verga ya estaba dura, esperándola. Daniela es una experta, te lo juro. No fue una mamada cualquiera, fue una obra de arte. Usó sus dos manos: una me agarraba la base y la otra masajeaba mis huevos con una suavidad que me tenía al borde del delirio. Su boca… coño, su boca era un huracán de sensaciones. Empezó lamiéndome de abajo hacia arriba, despacio, como saboreando un helado, y después se la metió toda. La sentía en la garganta, en el alma. Chupaba, succionaba, hacía unos ruiditos húmedos que me enloquecían. A veces mordisqueaba la punta, justo donde soy más sensible, y yo gemía como un malcriado.
No te voy a mentir, pana: ella se ensució entera. Sus manos estaban embadurnadas de mi saliva y su propia baba, que le corría por las muñecas. Su rostro era un cuadro: los ojos cerrados, las mejillas hundidas, el labial corrido. Y ahí seguía, como si su vida dependiera de dejarme la verga irreconocible. Después de unos diez minutos —que parecieron una eternidad—, se detuvo. Jadeaba, con los labios brillantes e hinchados. Mi pene estaba empapado, reluciente, y hasta goteaba sobre mi ropa interior. “Listo, Jhonatan —dijo, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Ahora te toca a ti. A ver si el meme es verdad”.
Daniela se recostó en el sofá, con una sonrisa de triunfo, y abrió las piernas lentamente. Llevaba un shortsito ajustado y unas bragas negras. Cuando se las bajó, quedé boquiabierto. El meme no mentía, pana. Su vagina estaba brillando, cubierta por un manto de saliva y sus propios jugos. Las bragas estaban caladas, empapadas en un radio del cien por ciento. Pero lo más impresionante fue cuando vi el suelo: había un charquito pequeño, pero visible, de sus fluidos. Sin pensarlo dos veces, me acerqué y, con los dedos, recogí un poco de ese néctar. Me lo llevé a la boca. Sabía a mar, a libertad, a pecado… ¡qué carajo!, sabía a Daniela. Dulce y salado a la vez, una mezcla que se me quedó grabada.
“Te gusta, ¿eh?” —me dijo ella, orgullosa—. “Es lo más rico que he probado”, le contesté, y no mentía. En ese momento, me quité la ropa y me posé sobre ella. La penetración fue… celestial. Mi pene, todavía baboso por su mamada, se deslizó dentro de su vagina sin el más mínimo esfuerzo. Estábamos tan lubricados que el movimiento era pura fluidez, puro ritmo. Ella gemía con cada embestida, clavándome las uñas en la espalda y susurrando: “Así, Jhonatan, así… dame todo”. Podía sentir cómo sus músculos internos se apretaban alrededor de mi miembro, como si me succionaran el alma. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con nuestros jadeos, y el aire olía a sexo y a cerveza.
Cambiamos de posición: la puse en cuatro, sobre el sofá, y la tomé por detrás. Desde ahí podía ver cómo sus nalgas rebotaban contra mis caderas, y cómo sus jugos seguían fluyendo, mojándome los testículos. Fue una sesión intensa, pana, de esas que te dejan sin aire. Hasta que no pude más y exploté dentro de ella, con un gruñido que salió de las entrañas. Nos derrumbamos juntos, sudados y felices.
Después, mientras nos vestíamos en silencio, no pude evitar pensar en mi esposa. ¿Valía la pena arriesgar mi matrimonio por esto? La mirada de Daniela, satisfecha y un poco burlona, me dio la respuesta: a veces, la vida es demasiado corta para decir “no”. Y esa vagina babosa, querido pana, valió cada maldito riesgo.
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