Le mamé el guebo al novio de mi mejor amiga
Maricas, les juro que esta anécdota me tiene todavía con la pepa mojadita de solo recordarla. Mi mejor amiga, llamémosla Valentina, es una loquilla sin límites, y su novio, digamos que se llama Gabriel, es igual de atrevido que ella. Los dos siempre andan con esos retos calientes que me tienen de testigo y, a veces, de participante sin querer queriendo.
Ese día íbamos en el carro de camino a su casa, escuchando reggaetón a todo volumen, cuando de repente Valentina suelta: «Gabo, si aguantas sin parártela hasta llegar a la casa, te pago la cena del sábado en ese sitio caro que te gusta». Él se rió, con esa seguridad de macho que cree que lo controla todo, y dijo: «Hecho». Acto seguido, Valentina me mira por el retrovisor con esa sonrisa pícara que me delata y me dice: «Cris, pásate al asiento de adelante y haz lo que te dé la gana con él. ¡A ver si aguanta!».
No lo pensé dos veces, marica. Me desabroché el cinturón y me lancé al asiento del copiloto como una leona hambrienta. Gabriel se quedó mirándome con los ojos como platos, pero no dijo nada, solo sonrió como si supiera que iba a perder.
El ambiente en el carro estaba caliente, literalmente. Se sentía la tensión sexual como si fuera una neblina espesa. Me acerqué a él y empecé por desabrocharle el cinturón y bajarle el cierre del pantalón. Él olía a esa colonia barata pero rica que usan los hombres que sudan como machos, mezclado con ese aroma a hombre recién salido del trabajo, un poco a cemento y a esfuerzo.
Cuando le bajé el boxer, ¡maricaaaa! Ahí estaba ese guebo grandote, semi erecto, pero prometiendo mucho. Era grueso, con unas venas que se marcaban como caminos en un mapa, y la cabeza bien rosadita, como una fresa madura. Me lo tomé con las dos manos y noté que ya estaba palpitando. Sin pensarlo, me lo llevé a la boca.
Sabía a sal, a piel limpia pero con ese dejo masculino que te vuelve loca. Empecé lento, chupándole solo la punta, jugando con la lengua en ese hoyito que lo vuelve a ellos locos. Él gemía bajito, tratando de aguantar, pero sentía cómo se le ponía más duro con cada lengüetada. Le metí profundidad, tragándomelo hasta que me llegaba a la garganta, sintiendo cómo me ahogaba un poco, pero eso me excitaba más.
Mis manos no paraban: una le masajeaba los huevos, que tenía grandes y apretaditos, y la otra se me fue a mi propia pepita, que ya estaba empapada. Valentina no dejaba de reír, diciéndole: «¿Ves, mi amor? Cris te va a hacer perder».
Y así fue. En menos de cinco minutos, él ya estaba gimiendo como un poseso, agarrando mi cabeza y empujándome hacia su guebo. «Me vengo, Cris, me vengo», dijo, y yo no me aparté. Sentí cómo palpitaba y soltaba toda su leche en mi boca, calientita y espesa. Me lo tragué todo, como la buena mamadora que soy.
Gabriel perdió el reto, obvio, y Valentina pagó la cena, pero yo quedé peor que él: picada. Ahora no paro de pensar en ese guebo grandote y en cómo me lo quiero montar hasta que me llene toda…
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