
Por
La verga de mi vecino es todo lo que imaginé
Todavía me estoy recuperando de lo que pasó el fin de semana, invité a un grupo de amigos para algo tranquilo en casa, y por supuesto, a mis nuevos vecinos.
La música y las risas flotaban en mi sala, pero mis ojos no se despegaban de él. Lo veía reír, con el brazo alrededor de los hombros de su novia, pero cada tanto, su mirada se cruzaba con la mía y era como un fogonazo, un acuerdo tácito y peligroso que electrizaba el aire entre nosotros.
La tensión se volvió insoportable. Con la excusa de retocar el maquillaje, me escabullí hacia mi cuarto de baño. El corazón me martilleaba en el pecho, en las sienes, entre las piernas. Antes de que pudiera cerrar la puerta, una sombra llenó el marco. Era él. Sin una palabra, entró y cerró de un golpe, el ruido ahogado por la música. No hubo preguntas, ni explicaciones. Sus labios encontraron los míos con una urgencia animal, y mis manos se aferraron a sus hombros para no caer. Sus besos sabían a cerveza y a deseo puro, y sentí cómo la humedad empapaba mis bragas al instante.
Él rompió el beso, jadeante, y sus ojos oscuros, cargados de lujuria, bajaron hasta mis labios hinchados. «Quiero sentir esa boquita,» gruñó, y sus dedos se enredaron en mi cabello, guiándome con una firmeza que no admitía negativa. No lo pensé, no quise. Me dejé llevar, deslizándome de rodillas en el frío suelo de baldosas. Mis manos temblorosas abrieron su cinturón y la cremallera de sus vaqueros. Cuando su verga saltó libre, contuve el aliento. Era todo lo que había imaginado en mis fantasías más húmedas: gruesa, palpitante, con unas venas marcadas que recorrían su longitud imponente. Una gota perlaba la cabeza, y yo, sin poder evitarlo, me lancé sobre ella.
La saboreé primero, una lamida larga y sucia en la punta, sintiendo su sabor salado y masculino. Él emitió un gruñido gutural y enterró sus manos más profundamente en mi pelo. «Sí, así. Trágatela toda.» Y eso hice. Me la metí entera, sintiendo cómo golpeaba el fondo de mi garganta, desencadenando arcadas inmediatas que solo parecían excitarlo más. Las lágrimas asomaron en mis ojos mientras yo trabajaba sobre su miembro con una desesperación que no conocía, subiendo y bajando, ahogándome voluntariamente en su carne, chupándola como si mi vida dependiera de ello. Escuchaba sus gemidos roncos, sus palabras obscenas, y cada una era gasolina para mi fuego.
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«Me voy a correr,» anunció con la voz quebrada. Intenté apartarme, pero sus manos me sujetaron con fuerza. «No, quédate ahí. Quiero ver mi leche en tus tetas.» Un chorro caliente y espeso me golpeó el escote, salpicando mi piel, mi cuello, mi barbilla. Jadeaba, arrodillada y manchada, mirándole mientras se reacomodaba la ropa. Me guiñó un ojo, un gesto vulgar y delicioso, y salió del baño como si nada.
La resaca de la mañana siguiente no fue solo por el alcohol. Fue por el sonido que atravesó la pared delgada de mi dormitorio. Los gemidos agudos de su maldita novia, los gruñidos de él, el repiqueteo rítmico y frenético de su cabecera contra la pared. Cerré los ojos, apreté las piernas y me llevé los dedos a la boca, los celos me consumieron, pero saboreando todavía su leche en mis labios llevé mis manos a mi entrepierna y terminé en un orgasmo ruidoso y lleno de rabia.
Ya estoy pensando en cómo devolverle la pelota, traer tal vez a un chico (o dos) de Tinder que me hagan gritar como perra, mientras el oye mis gritos a través de estas malditas paredes.
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