El francés que se enamoró de mi Culo
si te pensás que ya lo has visto todo, esperá a que te cuente esta vaina que me pasó cuando todavía estaba con mi ex, ese huevón que creía que por tenerme en casa ya me tenía complace’ de todo. La cosa es que yo ya estaba hasta el culito de su mierda, porque el tipo no me paraba bola ni para cogerme, y eso que yo soy una gringa que necesita que me den like todos los días, entiendes? Trabajaba en Claro Perú en ese entonces, en esas convenciones de mierda donde teníamos que pararnos horas con una sonrisa falsa vendiendo planes que ni nosotros mismos nos creíamos.
Un día de esos, calor de la puta madre en Lima, con ese sol que te derrite el cerebro y la humedad que te pega la ropa al cuerpo como segunda piel. Yo ahí, con mi uniforme de Claro que me quedaba tan ajustado que parecía pintado, sobre todo en el culo, que ya sabes que es mi mejor arma. Había estado todo el día caminando, parada, agachándome a propósito para recoger papeles cuando pasaba un tipo bueno, en fin, la rutina de zorra laboral. Para las cinco de la tarde, mi culo estaba sudado como pollo en brasa, te lo juro, sentía la tanga empapada y ese olorcito a chica activa que a mi ex le daba asquito pero que a otros les vuelve locos.
Ahí fue cuando llegó él. Un francés, alto, ojos verdes que te miraban como si ya te hubieran desnudado, con un acento que me hizo mojar al instante (hablaba bien el español, pero trastamudeaba en ocasiones). Se acercó a mi stand como si fuera el dueño de todo, y en vez de preguntar por planes de internet, me dijo directo: «Tu sonrisa es la mejor cosa que he visto en este país de mierda». Yo, que no me achico ni aunque me apunten con un láser, le seguí el juego. «¿Solo la sonrisa?», le dije, meneándome un poquito para que viera el paquete completo. Él se rió, me pidió mi número y, obvio, se lo di, porque mi ex ni siquiera había respondido mis mensajes todo el día.
Terminó la convención y el francés, que se llamaba Pierre o alguna vaina así fancy, me escribió al toque. «Hotel Now, habitación 504. Ahora mismo». No lo pensé dos veces. Le dije a mi ex que tenía horas extras, me arreglé un poco el pelo en el baño de Claro y me fui para allá con el culo todavía caliente y sudado del día.
Cuando abrió la puerta, ya estaba en bata, con una copa de vino en la mano y esa mirada de depredador que me hizo temblar las piernas. «Entra, belleza salvaje», me dijo, y yo entré como si fuera mi casa. La habitación era un suite bien caro, con vista a la ciudad, pero a mí me importaba un carajo el view. Él me tomó de la cintura y me besó como si no hubiera un mañana, con una lengua que sabía a vino y a peligro. Yo le respondí con todo, agarrandole el pelo y restregándome contra su verga, que ya se notaba dura y grande a través de la bata.
Pero cuando yo esperaba que me tirara sobre la cama y me diera como cajón que no cierra, el muy loco me dio la vuelta y me empujó suavemente sobre el sillón. «Quiero probar algo», me dijo, y antes de que pudiera preguntar qué, me bajó el short del uniforme y la tanga de un tirón. Ahí quedé, con mi culo al aire, sudado, con la marca de la ropa todavía marcada en la piel, y yo muerta de vergüenza por si olía fuerte, porque huevón, había estado todo el día así.
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Pero en vez de hacer una mueca de asco, el francés respiró hondo como si acabara de oler el perfume más caro del mundo. «Perfecto», murmuró, y acto seguido, se lanzó sobre mi culo como si fuera su última cena. Te juro que nunca había sentido nada igual. Empezó a lamerlo todo, desde la parte de arriba hasta el hueco más profundo, metiendo la lengua como si estuviera buscando oro. Sonaba húmedo, obsceno, y yo gemía como una perra, aferrándome a los cojines del sillón. Él no se detenía, chupando, mordisqueando suavemente, metiendo los dedos para abrirlo más y luego lamiendo más adentro. Parecía un hombre poseído, obsesionado con mi culo sudado, como si fuera el manjar más exquisito que había probado en su vida.
«Tienes el sabor de la vida real», me dijo entre lamida y lamida, y yo, en vez de sentirme asqueada, me excitaba más. Era tan vulgar, tan crudo, que me tenía al borde del orgasmo sin siquiera tocarme donde más lo necesitaba. Duró como quince minutos, pero parecieron horas, un viaje interminable de sensaciones que me tenían temblando. Cuando por fin se detuvo, me dio una nalgada que resonó en toda la habitación y se levantó. «Magnífico», dijo, y se fue al baño a lavarse la cara, como si acabara de terminar una obra de arte.
Yo me quedé ahí, tirada en el sillón, con el culo brillando de saliva y todavía palpitando. Esperé a que saliera para que al menos me tocara un poco por delante, pero el muy hijo de puta salió vestido ya, con la bata puesta de nuevo. «Debo irme, tengo una cena», me dijo, como si nada hubiera pasado. Me dio un beso en la frente, como si fuera su hermana, y se fue, dejándome ahí con las ganas y el culo caliente.
Al principio me sentí usada, como un plato descartable, pero luego, cuando me vestí y me fui a casa, no podía dejar de pensar en eso. Mi ex me preguntó cómo me fue en el «trabajo» y yo le dije «bien, normal», pero por dentro me reía. Esa noche, mientras él roncaba a mi lado, me masturbé pensando en la lengua de ese francés en mi culo sudado, y acabé tan fuerte que mordí la almohada para no gritar. A veces lo más raro es lo que más te prende, huevón. Y ese francés loco me hizo descubrir que mi culo, incluso sudado y cansado, es una maldita obra de arte.
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