Las horas extras en la oficina terminaron en Strip Poker y sexo salvaje
El aire acondicionado del estudio contable llevaba horas luchando contra el calor de treinta computadoras, cinco impresoras y el estrés del cierre mensual. Las pilas de documentos sobre mi escritorio parecían burlarse de mí, mientras Karina, mi ayudante de 26 años, se mordía el labio inferior mirando la pantalla como si los números fueran a corregirse por arte de magia.
«Una más hora y me largo aunque me despidan», murmuró Karina, ajustando la blusa que ya había desabotonado hasta un nivel peligrosamente profesional.
Fue entonces cuando escuché la voz de Matías, el auxiliar contable, desde la sala de break: «¿Quién se apunta a un poker para desestresarnos?».
Lo que siguió fue una espiral de cervezas tibias (porque la nevera llevaba meses sin funcionar), risas nerviosas y miradas que duraban tres segundos de más. Para la tercera ronda, ya estábamos jugando a quitar prendas.
Karina perdió primero. Su falda pencil cayó al suelo revelando unas bragas de encaje rojo que hicieron toser al administrador general, Don Ramón – un cincuentón viudo que llevaba el traje como segunda piel.
«Valentina, te toca», dijo Matías con esa sonrisa de niño bueno que escondía una verga que yo conocía muy bien desde el after office del mes pasado.
Me quité la chaqueta con movimientos de striptease, dejando al descubierto el corpiño negro sin espalda que llevaba bajo la blusa. El chico de finanzas, Pablo – ese callado que siempre trae calculadora en el bolsillo – dejó escapar un gemido involuntario.
La quinta ronda nos dejó a todos en ropa interior. Karina estaba sentada en el regazo de Don Ramón, quien con manos expertas le masajeaba los pezones a través del sostén. Matías tenía una erección evidente bajo sus boxers de superhéroes, mientras Pablo me miraba como si yo fuera su declaración de impuestos personal.
«¿Saben lo que falta, no?», dije deslizando un dedo por el borde de mi tanga.
El Strip Poker se convirtió en sexo colectivo cuando Karina, en un movimiento audaz, se bajó el sostén y montó a Don Ramón en el sofá de visitas. El sonido del condón siendo abierto fue nuestra señal para comenzar.
Matías me empinó sobre la mesa de conferencias, embarrándola de lubricante mientras Pablo, de rodillas, me abría el culo con la lengua. Don Ramón gemía como adolescente mientras Karina lo cabalgaba, sus tetas pequeñas rebotando al ritmo de sus caderas.
«Turno rotativo», ordené, y así fue:
Matías me cogió contra el archivador mientras Pablo se corría en la cara de Karina. Don Ramón me penetró en posición misionera sobre mi escritorio, con Karina chupándole los huevos. Pablo demostró que su lengua calculadora también servía para hacer venir a una mujer tres veces seguidas
Los condones se amontonaban como testigos mudos en el basurero de aluminio. El sudor nos brillaba bajo la luz fluorescente, mezclándose con el olor a sexo y papel impreso. Karina gritó cuando Matías y Pablo la penetraron al mismo tiempo, un doble juego que dejó sus muslos temblando.
Don Ramón fue el último en correrse, con un gemido que hizo vibrar los vasos de café. «Esto no va en el informe mensual», bromeó mientras limpiaba semen de su corbata.
A las 3:17 AM, el servicio de limpieza nos encontró semidesnudos y exhaustos. Karina dormía sobre una pila de balances, con mi tanga aún enrollada en su tobillo. Matías y Pablo se repartían las últimas cervezas mientras yo, con las piernas abiertas sobre el sillón gerencial, sonreía satisfecha.
«¿Repetimos el próximo cierre?», preguntó Pablo, ya con la calculadora en la mano como si pudiera sumar nuestras veces.
Karina, medio dormida, levantó el pulgar. Don Ramón se ajustó el cinturón. Y yo… ya estaba planeando el after office del próximo mes.
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