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Finde Salvaje en la Montaña
La idea de irme de camping con Tomás y Sebastián surgió una tarde de cervezas en mi quincho. Los conozco de toda la vida, son una pareja de El Bolsón que está junta desde que tengo uso de razón. Son esos amigos que son más familia que otra cosa. Tomás es alto, pelirrojo, con una barba que siempre está impecable. Sebastián es más bajo, morocho, con unos brazos llenos de tatuajes de sus viajes. Siempre me han contado sus aventuras, abiertos como son, y yo, con mi historial de desmadres, les sigo el juego. «Che, Lu, ¿por qué no nos acompañás el finde a la montaña? Vamos a acampar cerca del río Azul», dijo Tomás. «Sí, total, vos sos la única mina que aguantamos», agregó Sebastián con una risa. Yo, que nunca le digo que no a una aventura, acepté sin pensarlo dos veces.
El sábado temprano partimos. El día estaba espectacular, un sol de esos que calientan hasta los huesos. Caminamos unas tres horas hasta un claro junto al río, un lugar medio escondido, rodeado de coihues y cañas colihue. Mientras armábamos la carpa, no paraban de boludear, tirándose indirectas. «Ojo, Lu, que acá no hay vecinos que escuchen los ruidos», dijo Sebastián guiñándome un ojo. «Sí, acá los gritos se los lleva el río», completó Tomás. Yo me reía, les seguía la corriente, pero por dentro sentía ese cosquilleo que me recorre cuando sé que algo se puede poner picante.
Después de armar el campamento, nos tiramos al sol un rato, en bolas, porque total, ¿quién nos iba a ver? El río corría fresco y el sonido del agua era un mantra. Tomás se puso a cocinar unos choris en el fuego y Sebastián sacó una botella de fernet. Con el alcohol y el calor, la conversación se fue poniendo más subida de tono. Hablaban de sus experiencias a tres, de las veces que habían invitado a otro chabón, de lo que les gustaba. Yo, tirada boca abajo, sentía sus miradas en mi culo, y no me molestaba para nada. Al contrario, me calentaba.
«¿Nunca te dio curiosidad, Lu?», preguntó Tomás de repente, serio por un segundo. «¿Qué?», dije, aunque sabía bien a qué se refería. «Esto», dijo Sebastián, haciendo un gesto con la mano entre sus piernas y las de Tomás. Me reí, un poco nerviosa. «Puede ser», tiré, evasiva. «Mirá, Lu», dijo Tomás, acercándose y hablando bajito. «Acá no hay prejuicios. Acá somos tres amigos en el medio de la nada. Si tenés ganas de probar algo… la carpa es grande.»
No dijo nada más. No hacía falta. El ambiente estaba cargado, pesado. El sol empezaba a esconderse detrás de las montañas y el aire se enfrió de golpe. Decidimos meternos en la carpa. Adentro, con las linternas frontales colgadas, era como un mundo aparte. Nos acostamos los tres juntos en los sacos de dormir, que habíamos unido, riendo por cualquier pelotudez. Pero la risa se fue apagando y quedó un silencio tenso, expectante.
Fue Sebastián el que rompió el hielo. Se acercó a mí y me dio un beso. No fue un beso de amigo. Fue un beso profundo, con hambre, con la lengua metiéndose y buscando la mía. Yo lo seguí, sintiendo el sabor a fernet y a cigarrillo. De reojo, vi que Tomás se había sacado la remera y nos miraba con una sonrisa. Cuando Sebastián se separó, Tomás tomó su lugar. Su beso era diferente, más lento, más deliberado. Sus manos ya no se quedaron en mi espalda; una bajó y me agarró una teta por encima del buzo, apretando fuerte.
«Qué ganas de verte en cuatro, Lu», murmuró Tomás contra mis labios. Esa frase, dicha con su voz grave, me electrizó.
Sin decir nada, me di vuelta, apoyándome en manos y rodillas, con el culo hacia ellos. Escuché cómo se movían detrás de mí, susurrándose cosas que no alcanzaba a entender. Sentí unas manos en mi cintura, bajándome el short de camping y la bombacha de un tirón. El aire frío de la carpa me dio en la piel desnuda, pero al toque sentí el calor de un cuerpo cerca.
Fue Sebastián el primero. Se puso detrás de mí y sentí la punta de su pija, dura y caliente, rozando mis labios. No usó las manos para guiarla; fue directo. Un empujón seco y entró. No era la primera vez que me cogían, pero la crudeza del acto, ahí, en el silencio de la montaña, me sacudió. Grité, pero el sonido se lo tragó la carpa. Sebastián agarró mis caderas y empezó a moverse, con embestidas largas y profundas. Yo gemía, con la cabeza colgando, sintiendo cómo me llenaba. Él jadeaba, diciendo cosas sucias. «Qué culo tenés, Lu… cómo aprieta esta conchita… Tomás, mirá cómo se la estoy abriendo.»
Tomás, mientras tanto, se puso frente a mí. Agarró mi cabeza con ambas manos y me guió hacia su pija, que ya estaba dura y palpitando. «Abrile la boca, Seba», le dijo a su pareja, y yo, obedientemente, abrí la boca. Tomás me la metió entera. Era gruesa, me llenaba la boca, me hacía lagrimear. El sabor era salado, a piel y a sudor limpio. Empecé a chuparla, a mover la cabeza, tratando de complacerlo mientras Sebastián seguía martillándome desde atrás. Era una sensación abrumadora, tener la boca y la concha llenas al mismo tiempo, ser usada por los dos.
Seba se corrió después de un rato, con un gemido ronco, vaciándose en mí. Sentí su calor adentro y cómo su pija se iba ablandando al salir. Pero no hubo pausa. Casi inmediatamente, Tomás cambió de lugar con él. Mientras Sebastián se ponía frente a mí para que se la siguiera chupando, Tomás se colocó detrás. Su pija era más grande, y la entrada fue más dolorosa. Un quejido se me escapó, ahogado por la verga de Sebastián en mi boca. Tomás agarró mis nalgas con fuerza, separándolas, y empezó a cogerme con una intensidad que me dejó sin aire. Era más bestia, más primitivo. Cada embestida era para adentro, buscando lo más hondo.
«Qué rico tenerte así, Lu», gruñó Tomás, agarrándome del pelo con una mano para tener más control. «Nuestra zorrita personal.»
La situación ya era una locura, pero faltaba el remate. En un momento, Sebastián se sacó de mi boca. «Quiero que le chupes el culo a Tomás», me dijo, con los ojos brillantes de lujuria. Yo, en ese estado de sumisión y calentura, no lo pensé. Cuando Tomás se inclinó un poco más, acerqué mi cara a sus nalgas. Su ano estaba oscuro, apretado, rodeado de un vello ralo. Respiré hondo, olí su olor, una mezcla de jabón y ese aroma a macho que tenían los dos, y le pasé la lengua. Sabía a sal, a piel, a algo terroso. Tomás gimió fuerte y sus embestidas se volvieron más erráticas. «Sí, así, chupámelo», jadeaba.
Mientras yo le lamía el culo a Tomás y él me cogía con furia, Sebastián se vino en mi cara. Lo sentí caliente y espeso, en mi mejilla, en mi labio. El olor a semen fresco se mezcló con todos los otros olores de la carpa. Eso hizo que Tomás estallara. Con un rugido, se clavó hasta el fondo y se corrió dentro de mí, con unas sacudidas violentas que me hicieron temblar a mí también.
El silencio que vino después fue pesado, roto solo por nuestra respiración agitada. Los tres caímos, sudados, enredados en los sacos de dormir. Ellos se abrazaron, y yo me quedé en el medio, sintiendo sus corazones acelerados contra mi espalda. Nadie dijo nada por un largo rato.
«Che, Lu», dijo Sebastián al rato, con la voz ronca. «¿Está bien?»
Yo me reí, un poco débilmente. «Más que bien, boludo. No saben la calentura que tengo.»
Tomás se rió también y me dio un beso en el hombro. «Sos una loca, Aguilar.»
A la mañana siguiente, volvimos a ser los de siempre. Desarmamos el campamento, caminamos de vuelta riéndonos, como si nada hubiera pasado. Pero cada vez que nos cruzábamos una mirada, sabíamos. Esa noche en la carpa se quedó ahí, en el medio de las montañas, como un secreto entre los tres. Y yo, acostada en mi cama esa noche, no podía dejar de tocarme recordando la sensación de tenerlos a los dos encima, sintiendo que, por un rato, había sido completamente de ellos. Qué finde, che.
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