agosto 4, 2025

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De camino a la oficina en la obra negra

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El sol quemaba mi piel mientras caminaba esos cuatro cuadras que separaban la parada del microbús de mi trabajo. Llevaba ese vestido blanco que se transparenta con el sudor, sin ropa interior, solo para ver quién mordía el anzuelo. Hoy eran ellos: cinco obreros de una construcción cercana, morenos, sudorosos, con esas miradas que me desnudan antes de tocar.

«¿No tienes miedo de pasar por aquí solita, princesa?», me gritó el más alto mientras ajustaba su cinturón. Sonreí, pasando mi lengua por los labios. «¿Van a hacerme algo o solo hablan?»

Fue como soltar perros con hambre. En segundos estaba dentro de esa obra abandonada, contra una pared de cemento fresco que me rasparía la espalda. Alfredo, el jefe de cuadrilla, fue el primero en desabrocharse el overol. Su verga morena y gruesa saltó como un resorte, el prepucio todavía brillante de orines recientes. No me importó. Cuando Carlos me agarró de las caderas y me levantó como saco de arena, supe que hoy no llegaría puntual a la oficina.

«¡Quítate ese vestido de zorra!» ordenó uno mientras rasgaba la tela. Solo dejaron mis tacones rojos de aguja – esos que usé sabiendo lo que provocan. Rodearon mi cuerpo como lobos, manos callosas explorando cada centímetro:

Carlos enterró su lengua en mi vagina depilada, chupando como si quisiera sacarme el alma por ahí

Los gemelos (sí, eran hermanos) me estrujaban los pezones con los dientes mientras uno me metía tres dedos en el culo

El más joven, de no más de 19 años, me ahogaba con su verga delgada pero larga, hasta que las lágrimas corrieron por mi maquillaje

Alfredo esperó su turno como buen líder. Cuando me puso de rodillas en el cemento y me escupió en la cara, supe que sería brutal. «¿Así te gusta, puta de oficina?», gruñó mientras me penetraba de un solo golpe. Grité, pero no de dolor – de éxtasis. Su verga era un martillo neumático destrozando mis paredes, cada embestida me empujaba contra los otros, que seguían usando mis agujeros como juguetes.

El olor a sudor, semen fresco y concreto mojado me mareaba. Perdí la cuenta de cuántas veces me voltearon, cuántas vergas entraron y salieron, cuántos gemidos guturales salieron de mi garganta. Cuando finalmente Alfredo me cogió en posición de perrito, con los otros corriéndose en mi espalda y pelo, supe que había encontrado mi verdadero trabajo: ser el juguete sexual de quienes construyen esta ciudad.

Llegué tarde a la oficina. Con las piernas temblando, el pelo revuelto y la ropa interior perdida en alguna mezcla de cemento. Mi jefa me miró con desprecio. «Problemas de transporte, Valentina?»

Sonreí, limpiando discretamente el semen que todavía goteaba entre mis muslos. «Algo así…»

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