septiembre 27, 2025

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Cogiendo con dos hermanos

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La monotonía de los últimos días había tejido una telaraña de frustración en mi cuerpo. Muchos vuelos, miradas sostenidas que prometían más de lo que entregaban, y una sequía sexual que comenzaba a afectar mi carácter. Barcelona, con su energía mediterránea y sus recuerdos de juventud, se presentó como el bálsamo perfecto. Una escala de treinta y seis horas que supe aprovechar al instante, contactando a mis amigas de la universidad. La noche se presentaba en una discoteca del Born, un lugar donde el diseño vanguardista se fundía con un ritmo latino que hacía palpitar el suelo.

Fue allí donde me presentaron a Mariano y Patricio. Dos hermanos que, incluso antes de ser presentados, proyectaban una energía gemela pero complementaria. Celebraban el éxito de un proyecto empresarial y su euforia era contagiosa. Mariano, el mayor, poseía una seguridad silenciosa, una mirada analítica que parecía desvestirme con una precisión quirúrgica. Patricio, en cambio, era fuego y verbena, su carisma era inmediato y su sonrisa, un desafío directo. La química fue instantánea e innegable. Los cócteles fluyeron, la conversación se llenó de dobles sentidos y la tensión sexual comenzó a tejer una red palpable entre nosotros tres. Yo era el centro de su atención, el premio inesperado de su celebración, y la sensación de ser deseada de manera tan explícita y compartida me electrizaba.

La invitación a continuar la velada en su ático con terraza frente al mar fue una transición natural, casi un formalismo. El taxi recorrió las calles iluminadas de Barcelona mientras yo, sentada entre ambos, sentía el calor de sus muslos rozando el mío. Mariano tenía su mano apoyada en el respaldo del asiento, sus dedos rozando casualmente mi hombro. Patricio, más audaz, trazaba círculos imperceptibles en mi rodilla con su pulgar. La anticipación era un perfume denso que llenaba el espacio reducido del vehículo.

Al entrar en el ático, la majestuosidad de la ciudad nocturna se desplegó tras los ventanales. Pero la vista pronto dejó de importar. Patricio, sin preámbulos, me tomó de la cintura y me giró para sellar mis labios con un beso voraz, lleno del sabor a gin tonic y desinhibición. Mientras su lengua se entrelazaba con la mía con una urgencia demoledora, sentí las manos de Mariano en mis hombros, firmes, girándome suavemente para que mi espalda quedara contra su pecho. Su boca encontró mi cuello, y sus besos, a diferencia de los de su hermano, eran lentos, deliberados, una tortura exquisita que me hacía arquearme contra él.

“Qué elegante es esta azafata”, murmuró Mariano en mi oído, mientras sus manos descendían y se posaban en mis senos, palpando su volumen a través de la seda de mi vestido. Patricio, ante mis ojos, se quitó la camisa, y su mirada era un espejo del deseo salvaje que yo sentía crecer entre mis piernas. Avanzó y, bajando la cremallera de mi vestido con un gesto experto, dejó mi torso al descubierto, solo cubierto por el encaje negro de mi sostén. Fue Mariano quien, con dedos hábiles, desabrochó el cierre, liberando mis pechos al aire fresco de la habitación. La sensación de vulnerabilidad y poder fue abrumadora.

Patricio no esperó. Se arrodilló frente a mí y tomó uno de mis pezones en su boca, succionando con una fuerza que me arrancó un gemido ahogado. Su lengua era hábil, insistente, mientras sus manos recorrían mis muslos, subiendo lentamente la falda de mi vestido. Mariano, por su parte, continuaba su labor en mi cuello y hombros, sujetándome con firmeza, convirtiéndome en el epicentro de su atención compartida. Cuando el vestido cayó por completo a mis pies, quedé expuesta ante ellos, solo con mis bragas de encaje. La mirada de ambos, cargada de lujuria y aprobación, era más caliente que cualquier calefacción.

 

Patricio, aún de rodillas, hundió su rostro en mi entrepierna, mordiendo y lamiendo la tela húmeda que me cubría. El gemido que escapó de mis labios fue incontestable. Mariano, entonces, me guió hacia el gran sofá de cuero. “En cuatro”, ordenó con una voz serena que no admitía discusión. La sumisión a su mandato, en contraste con la ferocidad de Patricio, me excitó hasta límites insospechados. Me coloqué como me pedía, sintiendo la piel del sofá fría contra mis rodillas y las palmas de mis manos. Patricio se situó frente a mí, desabrochando su pantalón para liberar una erección imponente que llevó directamente a mis labios. No hubo necesidad de guiarme; abrí la boca y la recibí, saboreando su salinidad, mientras me abandonaba al ritmo que él marcaba con sus empujes.

En ese momento, sentí las manos de Mariano en mis caderas. Un segundo de expectación, el sonido de un cierre y luego la sensación de su lengua, experta y meticulosa, recorriendo la humedad que Patricio había provocado. La dualidad de sensaciones era sublime: la dureza de Patricio en mi boca, deslizándose hasta mi garganta, y la caricia minuciosa de Mariano en mi sexo, abriéndome, preparándome. Cuando Mariano cesó, lo reemplazó la punta de sus dedos, primero uno, luego dos, explorando mi interior con una calma madura que contrastaba con la urgencia de su hermano.

“Está lista”, declaró Mariano, y su voz sonó como un veredicto. Patricio se retiró de mi boca, dejándome jadear, y cambió su posición. Mariano tomó el relevo. Su penetración no fue un asalto, sino una toma de posesión. Lenta, profunda, llenando cada espacio de mi interior con una precisión que me hizo gritar contra los cojines del sofá. Mientras él se movía dentro de mí con embestidas controladas y potentes, Patricio se colocó de nuevo frente a mi rostro. “Abreme la boca, preciosa”, dijo, y yo obedecí, deseando sentirle de nuevo. Así quedamos, en un trío perfectamente orquestado: Mariano dominando mi cuerpo desde atrás, con una fuerza serena que me hacía suya con cada embestida, y Patricio usando mi boca a su antojo, mis gemidos ahogados por su carne.

El clímax no fue una explosión caótica, sino una ola que creció lentamente, alimentada por la dualidad de sus cuerpos, sus ritmos contrastantes y la perversa delicia de ser el objeto de deseo de dos hermanos. Mariano fue el primero en llegar, con un gruñido ronco que vibró en mi espalda, su semilla caliente llenándome por dentro. Patricio, al sentir cómo mi cuerpo se convulsionaba con mi propio orgasmo, siguió su ejemplo, liberándose en mi boca con un jadeo que fue música para mis oídos. La noche terminó con los tres entrelazados en la inmensidad de la cama, el sonido del mar como único testigo de una escala en Barcelona que, sin duda, quedará grabada en mi memoria como una de las más memorables conquistas.

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