La noche que me cogió un maduro
Les cuento. Esto pasó hace unos años, cuando yo tenía 20 añitos, una edad en la que una es medio boluda pero con unas ganas de vivir que no te imaginás. En esa época estaba de novia con un pibe de mi edad, Facundo, un chabón lindo pero más aburrido que ver crecer el pasto. La cosa es que un sábado a la noche tuvimos una pelea boluda, no me acuerdo ni por qué, pero de esas que te calentás y te dan ganas de matar algo. Así que le dije «andate a la mierda» y agarré el teléfono para llamar a mis amigas.
«Chicas, salimos. Ahora», les dije, y en media hora estábamos todas en la costanera de Corrientes, ese que siempre está lleno de gente, con música, olores a choripán y a río. Éramos tres: yo, Laurita y Vicky. Nos pusimos a tomar fernet con Coca, las tipas, y a hablar mal de los hombres, como siempre. Yo, la verdad, con cada trago me acordaba menos de Facu y más de la necesidad de que alguien me hiciera sentir algo, ¿me entienden?
En un momento, Laurita se acerca y me dice: «Gise, mirá, ahí viene un amigo de mi hermano. Es un poco más grande, pero es re piola». Y yo, medio en pedo ya, miro para donde me señalaba y lo veo. Dios mío. No era un pibe, no. Era un hombre. Tendría unos 35 años, quizás, alto, ancho de espalda, con una remera negra que se le marcaban unos brazos que parecían tallados. Tenía una sonrisa con unos dientes perfectos y una mirada… una mirada que te traspasaba. Se llamaba Alejandro.
Se acercó, saludó a todas, pero sus ojos no se despegaban de mí. Me clavaba una mirada intensa, como si ya me estuviera desvistiendo con la mente. A mí se me aceleró el corazón, una cosa loca. Empezamos a hablar, boludeces, de dónde éramos, qué hacíamos. Él era arquitecto, me contó. Yo, en ese momento, estudiaba para ser profesora de jardín. Todo muy normal, pero la tensión sexual que había entre los dos no era normal, che. Era como una corriente eléctrica que nos unía.
Después de un rato, ya nos habíamos separado un poco del grupo. Estábamos apoyados en la baranda, mirando las luces del río, y él me preguntó: «¿Y tu novio?». «En casa, comiendo tierra», le contesté, y él se rió, una risa grave que me vibró en todo el cuerpo. «Bien por él», dijo, y me rozó la mano con la suya. Fue un contacto mínimo, pero sentí una chispa.
«¿Bailamos?», me propuso de repente. Sonaba una cumbia villera de esas que te hacen mover el culo sí o sí. Asentí, y nos metimos entre la gente. Bailamos apretados, su cuerpo contra el mío, sus manos en mi cintura. Yo podía sentir lo duro que estaba abajo, apretándome contra el bajo vientre, y a mí se me hacía agua la bombacha. Nos movíamos con un ritmo que era pura lujuria, mirándonos a los ojos, sin decir nada, pero diciéndolo todo.
Cuando la música paró, él me agarró de la mano y me dijo al oído, con su voz ronca: «Giselle, no quiero que te vayas. Venite a mi departamento, que está cerca. Tomamos algo y charlamos un rato más». Yo lo miré, y en sus ojos no había dudas. Sabía lo que quería, y yo también. «Vamos», le dije, sin pensarlo dos veces. Le grité a mis amigas que me iba, me hicieron un gesto con la mano que lo decía todo, y nos fuimos.
El departamento era tal cual me lo imaginaba: amplio, ordenado, con olor a limpio y a libro. Cerramos la puerta y, apenas lo hicimos, me empujó contra ella y me besó. No fue un besito suave, no. Fue un beso con hambre, con lengua, con dientes, un beso que me dejó sin aire. Sus manos me recorrían la espalda, me apretaban las nalgas, me levantaban la remera. Yo gemía como una tonta, enloquecida, desabrochándole los botones de su camisa para tocar ese pecho velludo y duro.
«Qué linda que sos», me decía entre beso y beso, y a mí me derretía. Nos fuimos desvistiendo por el camino hacia el dormitorio, dejando un tendal de ropa. Cuando por fin llegamos a la cama, los dos estábamos en bolas. Y ahí, che, fue cuando lo vi. Cuando vi eso.
No exagero. Era enorme. Largo y, sobre todo, grueso. Una verga imponente, con las venas marcadas, que parecía una obra de arte del deseo. Se me escapó un «qué pedazo…» en un susurro, y él sonrió, orgulloso. «Todo tuyo, nena», dijo, y se acercó.
Empezó por mi cuello, besándolo, mordisqueándolo, mientras una mano me agarraba una teta y la otra ya bajaba hacia mi entrepierna. Sus dedos encontraron mi conchita, que ya estaba empapada, y empezaron a masajearme el clítoris con una precisión que Facu ni en pedo tenía. Yo me retorcía, pidiéndole más, con las uñas clavadas en su espalda.
Después bajó. Me abrió las piernas y se puso a chuparme. Ay, por Dios, cómo chupaba ese hombre. La lengua le daba vueltas y vueltas a mi clítoris, a veces suave, a veces fuerte, metiéndose también adentro de mí. Yo no podía parar de gemir, de decirle cosas, de alentarlo. «Así, ahí, no pares, por favor». Y él no paraba. Me hizo venirme una vez, con unos temblores que creí que me iba a desmayar. Pero cuando terminé, en vez de parar, siguió, haciéndome llegar otra vez al borde, jugando conmigo, sabiendo exactamente qué botones apretar.
Cuando ya no pude más, le rogué que me la metiera. «Por favor, Ale, necesito sentirte adentro». Él se puso un forro que sacó de la mesa de luz (siempre precavido, el muy hijo de puta), y se posicionó entre mis piernas. Acercó la punta de su verga a mi entrada, que palpitaba, y empezó a empujar. Lentamente, pero con una determinación que me volvía loca.
El dolor de la primera vez fue real, che. Era tan grande que sentía que me partía en dos. «Despacio, despacio», le rogué, y él me besó, suave, mientras seguía entrando, centímetro a centímetro, llenándome por completo. Cuando estuvo todo adentro, los dos jadeábamos. «Dios, Giselle, estás tan apretada», gruñó él, y empezó a moverse.
Al principio, lento, dejando que me acostumbrara a su tamaño. Después, más rápido. Cada embestida me llegaba hasta el fondo, rozando un punto que me hacía ver las estrellas. Yo estaba en éxtasis, con las piernas alrededor de su cintura, gimiendo como una posesa. El sonido de nuestros cuerpos chocando era húmedo, obsceno, y a él le encantaba. «Gritame, nena, que quiero oírte», me ordenaba, y yo le obedecía.
Cambiamos de posición. Me puso a cuatro patas, y desde atrás fue aún más profundo. Agarraba mis caderas con fuerza y me daba sin piedad, mientras con una mano me tiraba del pelo. «Mirá qué lindo cómo te como el culo», me decía, y yo, en el espejo del armario, podía ver su expresión de puro placer y la mía, de abandono total. Era una animalada, una cogida salvaje, y yo la amaba.
Después me dio la vuelta otra vez, me puso contra la pared y me levantó, enroscando mis piernas en su cintura. Ahí, con mi espalda contra la pared fría, me folló con una fuerza que creí que me iba a desmayar. Sus gruñidos en mi oído, el olor a nuestro sudor mezclado, la sensación de su verga palpitando dentro de mí… todo era demasiado. «Me voy a venir», jadeó él. «Adentro, por favor», le supliqué, y eso fue todo. Con unos embates finales, profundos y rápidos, los dos gritamos al mismo tiempo mientras él se vaciaba en el forro y yo tenía mi tercer, o quizás cuarto, orgasmo de la noche.
Caímos en la cama, hechos un desastre, sin aliento. Nos quedamos abrazados un largo rato, sin hablar. Mi cabeza era un torbellino. Facundo quién? Este hombre me había partido al medio y me había vuelto a armar, pero de una manera nueva, más mujer, más consciente de lo que podía sentir.
Alejandro se durmió abrazado a mí, y yo me quedé un rato mirando el techo, sonriendo como una idiota. A la mañana siguiente, me despertó con un café y un beso. «Qué noche, nena», me dijo, y yo solo pude asentir. Nos vimos varias veces más después de eso, siempre fue increíble. Con Facundo corté a la semana. Alejandro me enseñó que el sexo podía ser otra cosa, algo bestial, adictivo, que te hace sentir viva de una manera que no sabías que existía. Y eso, che, a los 20 años, es una lección que no se olvida más.
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