¡Dios mío! Nunca pensé que a mis 22 años terminaría gimiendo como una loca bajo un hombre de 49. Pero ahí estaba, con sus manos de carpintero fuertes, ásperas, con cicatrices, desabrochando mi blusa como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Todo empezó en la ferretería. Yo, una estudiante perdida tratando de arreglar un grifo que goteaba sin parar. Él, Carlos, me atendió con una calma que me volvió loca. Mientras me explicaba sobre llaves de paso y teflón, no podía dejar de mirar sus antebrazos, esos músculos que se tensaban con cada movimiento. Me invitó a un café para mostrarme un video de cómo hacer la reparación, y una cosa llevó a la otra.

La primera vez que me besó, en el ascensor de su edificio, supe que estaba perdida. Su barba me raspó la cara y su olor, a limpio y a madera, me mareó. No hubo prisa. En su habitación, la luz de la tarde se colaba por las persianas. Me desnudó lentamente, besando cada centímetro de piel que descubría. Cuando sus labios encontraron mis pezones, ya estaba chorreando. ¡Qué boca! Me chupaba, mordisqueaba y sorbía como si fuera su último alimento.

Pero lo mejor vino después. Cuando por fin me penetró, no fue un embate salvaje de chico joven. Fue lento, profundo, una posesión total. Me llenó de una manera que no sabía que era posible, llegando a lugares que ni conocía. Cada embestida era calculada, un vaivén perfecto que me tenía al borde del delirio. «Relájate, nena,» me susurraba al oído con su voz ronca, mientras una de sus manos me nalgueaba con justeza y la otra me sujetaba la cadera para clavar más hondo.

Grité como nunca, me corrí una, dos, tres veces… perdí la cuenta.

Él aguantó como un titán, cambiándome de posición de perrito, con mis piernas sobre sus hombros hasta que finalmente soltó un gruñido animal y sentí su semen caliente inundándome por dentro.

Fue la cogida más bestia y a la vez más técnica de mi vida. No solo me folló; me hizo el amor con la experiencia de quien conoce cada secreto del cuerpo de una mujer.