octubre 9, 2025

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Me cogi a una madurita

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Bueno, les voy a contar una historia que ni yo me la creo a veces, pero pasó tal cual. Ya saben, uno aquí en España, echándole ganas, tratando de salir adelante. Después del divorcio, la verdad es que la vida social a veces se complica, y como muchos, me metí en esas apps de parejas de Facebook, dándole match a todo lo que se moviera, sin mucho filtro la verdad. Tengo 40 años, pero gracias al ciclismo me mantengo en buena forma, se lo juro, y no tengo problemas en salir con mujeres de mi edad o incluso más jóvenes, pero por curiosidad también le daba like a señoras mayores, digamos de 50 para arriba. Uno nunca sabe, ¿no?

Total, que una de ellas, que tenía 64 años, me respondió el match. Se llama Carmen. Al principio la conversación fue super normal, como de amigos, cero intención rara. Ella era una señora super simpática, vivía sola, y congeniamos bien. Intercambiamos WhatsApp y hablábamos frecuentemente, de la vida, del tiempo, de cualquier cosa. La verdad, me sentía un poco raro teniendo una amiga de esa edad, pero era tan agradable que le seguía la corriente. Hasta que un día, por esos azares del destino, ella enfermó. Una operación en el pie, nada demasiado grave, pero al vivir sola no tenía quien la cuidara. Me pidió si podía ayudarla con los mandados por unos días, y yo, que soy de buen corazón, acepté.

Estuve yendo a su casa varias semanas. La llevaba al baño cuando no podía caminar bien, y ya ella se bañaba sola. En ese momento, se lo juro, no sentía ni un ápice de morbo o excitación. La veía con toda la naturalidad del mundo, como si fuera una tía o algo así. Solo quería ayudarla. Formamos un lazo de amistad fuerte, de esos que no esperas. Cuando vino una sobrina suya de otra ciudad, mis servicios como cuidador terminaron, pero seguía visitándola para ver cómo estaba y ayudarle en lo que necesitara.

Y entonces llegó el día que lo cambió todo. Fui a su casa como cualquier otro día, un sábado por la tarde. Ella estaba en el baño duchándose. De repente, escuché un golpe seco y un grito ahogado. «¡Ezéquiel!» Me lancé hacia el baño, la puerta no estaba cerrada con llave, y la abrí de un golpe. Allí estaba ella, en el suelo de la ducha, completamente desnuda y mojada, tratando de incorporarse. El agua le corría por el cuerpo, y no se por qué, pero algo se me encendió dentro. Una descarga de adrenalina, el susto, no lo se, pero el caso es que de repente sentí como la sangre me bajaba toda a la entrepierna y se me puso el pene durísimo, tan rápido que casi me mareo.

Me acerqué rápidamente, aparté la cortina y la ayudé a levantarse. No se había hecho nada grave, solo un susto y un moretón que se le iba a formar en la cadera. Pero cuando ya estaba de pie, agarrándose de mi brazo, sus ojos bajaron directamente a mi pantalón, donde se marcaba un bulto considerable e inconfundible. Se quedó mirándolo un segundo y luego me miró a mi con una sonrisa picara, traviesa, que no le había visto nunca. «Ay, Ezéquiel,» me dijo, con un tono de voz más bajo, más sensual, «¿qué te pasa? ¿Nunca habías visto una mujer de mi calibre?» No supe qué decir, me sentí como un idiota, un adolescente pillado en falta. «Carmen, lo siento, fue el susto, yo…», tartamudeé, sintiendo cómo me ardía la cara. «Vamos, no me vengas con cuentos,» interrumpió ella, sin soltarme el brazo. «Ya me habías visto antes, cuando me cuidabas, y nunca te pasó esto.» Le pedí disculpas de nuevo y me di la vuelta para salir del baño, muerto de la vergüenza, pero ella me agarró de la muñeca. Su fuerza me sorprendió. «Espera,» dijo. «Es momento de que te agradezco de verdad todo lo que hiciste por mí.»

Antes de que pudiera reaccionar, metió su mano por debajo de mi sudadera y dentro del elástico de mi pantalón de entrenamiento. Sus dedos, un poco arrugados pero con una firmeza increíble, me agarraron la verga que estaba palpitando y ya mojada en la punta. Empezó a jalármela con una seguridad que me dejó sin aire. «Para, Carmen, por favor,» le dije, pero era una mentira tan obvia que hasta a mi me sonó falsa. Mi cuerpo se arqueó hacia ella en vez de alejarse. «¿Te excita una mujer mayor, Ezéquiel?» me susurró al oído, mientras su mano no paraba de moverse, subiendo y bajando por mi miembro con una precisión que me tenía al borde del delirio. «¿Te gusta que una abuelita te agarre la verga así?» Yo no podía hablar, solo gemir, con los ojos cerrados, apoyando una mano en la pared para no caerme.

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Entonces, ella misma me bajó el pantalón y los calzoncillos hasta los tobillos. Me empujó suavemente para que me sentara en el banco de plástico que tenía en la ducha. Y ahí, con el agua aún cayendo sobre nosotros, ella se montó sobre mi. Me guió hacia su entrada, que sentí caliente y sorprendentemente húmeda, y empezó a darme sentones con una energía que no le correspondía a una señora de su edad que acababa de caerse. Subía y bajaba con un ritmo lento al principio, pero cada vez más rápido, agarrandose de mis hombros. Yo la miraba, boquiabierto, viendo como su cuerpo, que tenía las marcas de los años pero una vitalidad arrolladora, se movía sobre el mío. Sus senos, más caídos pero suaves, se mecían con el movimiento. Era extraño, si, pero joder, me gustaba. Me gustaba mucho.

En un punto, no pude más y reaccioné. La levanté en brazos—pesaba tan poco—y la puse de pie, girándola para que se agarrara del lavabo. «Así, ¿eh?» dijo ella, riendo entre jadeos, y se inclinó, ofreciéndome su trasero desde atrás. Se lo metí de una vez, y el sonido que hizo fue brutal, un golpe húmedo y carnoso que se mezcló con nuestros gemidos. Nos mirábamos en el espejo del baño, empañado por el vapor, dos caras de placer y de una complicidad que había nacido en ese instante. Yo le daba con fuerza, agarrándola de las caderas, marcándole la piel con mis dedos, y ella empujaba hacia atrás, pidiéndome más.

Salimos del baño, medio secos y medio mojados, y nos fuimos directo a su habitación. En la cama, fue aún más intenso. Ya sin prisas, pude explorar su cuerpo, besarle los senos, chuparle los pezones que eran grandes y oscuros, y ella respondía con una pasión que me volvía loco. Lo hicimos en varias posiciones, hasta que los dos terminamos exhaustos, sudados y felices, tirados uno al lado del otro.

Y ahora, cada vez que voy a visitarla, ya saben como termina. Llegó con un pastel o a arreglar un grifo que gotea, y siempre, siempre, hay una cogida segura de por medio. Es nuestro secreto. Ella tiene una energía que me deja loco, y yo creo que a ella le hago sentir joven otra vez. Quien lo iba a decir.

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