agosto 17, 2025

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La mamá de mi mejor amigo me dio la cogida de mi vida

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La casa de los mendoza siempre fue mi segundo hogar. Desde niño, pasaba más tiempo allí que en mi propia casa, jugando videojuegos con Javier, amigo desde la primaria. Su madre, llamémosla Adriana, una morena de 48 años con curvas que desafían la gravedad, siempre nos preparaba sandwiches y nos regañaba por dejar los zapatos sucios en la sala.

Todo cambió cuando el señor mendoza se fue de la casa. El divorcio dejó a Adriana vulnerable, y yo, con mis 26 años y el cuerpo tonificado de tanto cargar cajas en el trabajo, imagino que le no pasé desapercibido.

Fue un martes por la noche. Javier estaba de viaje con su novia, y yo fui a dejarle unas compras que me había encargado al super. Cuando abrió la puerta, mi respiración se cortó: llevaba un short tan corto que casi no existía y un top ajustado que dejaba ver que no usaba sostén. Sus pezones se marcaban bajo la tela, duros y tentadores.

«Pasa, Roy», dijo con una voz que no era la de siempre. Había algo en su tono, una cadencia que me hizo palpar la erección instantánea que comenzaba a formarse en mis pantalones.

El aire en la sala era denso, cargado con el aroma de su perfume—algo dulce, como vainilla—mezclado con el olor a café recién hecho. Nos sentamos en el sofá, y mientras revisába unos papeles, sus piernas rozaban las mías, cada contacto más prolongado que el anterior.

«No sabes cómo agradezco esto, Roy», murmuró, pasando una mano por mi muslo. «Estos meses han sido… difíciles».

 

No sé quién se lanzó primero. Solo recuerdo que nuestros labios chocaron con una urgencia animal, sus uñas clavándose en mi cuello mientras yo le apretaba esas caderas que llevaba años deseando. Su boca sabía a vino tinto y a menta, y su lengua exploraba la mía con una experiencia que me hizo temblar.

«Qué bueno que Javier no está», susurré contra sus labios, y ella respondió con una risa baja, llena de promesas.

En un instante, estaba sobre mí, desabrochando mi camisa con dedos ágiles. «Años sin que un hombre me haga sentir así», confesó, mordiendo mi pezón hasta hacerme gemir. «Hoy no vas a salir caminando de aquí».

La advertencia me prendió como gasolina. La levanté en brazos—Dios, pesaba menos de lo que imaginaba—y la llevé al dormitorio matrimonial, el mismo donde el señor Mendoza había dormido por años. La ironía solo añadió morbo al momento.

Adriana no perdió tiempo. Me empujó sobre la cama y se arrodilló frente a mí, deslizando mis pantalones y boxers hasta los tobillos. Cuando su boca envolvió mi verga, casi salto del placer. No era una mamada tímida o insegura; era el trabajo de una mujer que conocía cada truco, cada ángulo, cada punto sensible. Sus labios se sellaban alrededor de mi glande mientras una mano masajeaba mis bolas y la otra jugueteaba con mi ano, sus uñas raspando levemente el sensible anillo muscular.

«¿Te gusta?», preguntó, levantando la vista para verme retorcerme. «A tu otro amiguito le encantaba espiarme cuando me bañaba. Seguro tú también lo hiciste».

La confesión me electrizó. Antes de que pudiera responder, su lengua larga y caliente se deslizó desde mis testículos hasta el hoyo, lamiendo y penetrando con una habilidad que me hizo arquear la espalda. Nadie me había mamado el culo así, y el contraste entre lo vulgar y lo placentero era intoxicante.

«Ahora calladito», ordenó, montándome de un salto. Su coño estaba empapado, los labios hinchados de deseo, y cuando me enterré en ella, ambos gritamos. Estaba tan estrecha que casi duele, pero Adriana no me dio tregua. Comenzó a moverse con una cadencia hipnótica, sus caderas girando en círculos que hacían fricción en todos los puntos correctos.

«Tan joven… tan duro», gemía, clavándose con ferocidad. Sus tetas rebotaban frente a mi cara, y no pude resistir—las mordí, las chupé, las apreté hasta que sus gemidos se convirtieron en gritos.

Cambiamos de posición—ella boca abajo, yo de rodillas detrás, agarrándole las nalgas mientras la penetraba a fondo. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con el crujir de la cama y sus insultos cariñosos: «Sí, dame esa verga… rompeme rico».

El orgasmo me tomó por sorpresa. Con un gruñido, la llené, sintiendo cómo su interior palpitaba alrededor de mi miembro. Pero Adriana no estaba satisfecha—en un movimiento rápido, se giró y tomó mi verga aún semidura en su boca, limpiándola con languidez antes de subirse nuevamente para una segunda ronda.

«Todavía no acabas, niño», sonrió, y quien era yo para discutir.

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Una respuesta

  1. sakita13

    Porque no te he cogido yo papacito :p

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