Coroné una sugar mami
Llevaba meses viéndola pasar en su golf cart por la comunidad donde trabajo de jardinero. La señora Vanessa, 53 años, casa, con tres hijos casi de mi edad y un culo que parecia dos melones maduros envueltos en leggins de yoga. Desde el primer día me tiraba onda, dejándome lemonade frío «x accidente» cuando trabajaba bajo el sol texano, o «olvidando» el dinero del pago en billetes de 100 bien dobladitos dentro de un sobre que siempre olía a su perfume caro.
Todo empezó cuando me pidió que le ayudara a mover unos muebles al cuarto de invitados. Yo sabía lo que quería, porque wey, nadie necesita ayuda para mover un cojín de 2 libras. Pero dije «sí señora» como buen muchacho.
Al entrar a su casa, el olor a velas caras y a panocha limpia me dio un mini-infarto. La señora estaba en shorts tan cortos que casi se le asomaban las nalgas, con un top que dejaba ver el escote de sus tetas operadas.
«Antonio, cariño, ¿te gustaría un masaje? Pareces cansado», me dijo mientras se mordía el labio inferior.
Yo, que no soy pendejo, le seguí el juego. «Sí, señora, pero mejor yo le doy a usted».
La muy puta no se hizo rogar. Se tiró boca abajo en el sofá y me dijo «usá el aceite de coco que está en la mesa». Manos a la obra.
Empecé a masajearle la espalda, pero wey, con ese culo en mi cara era imposible no calentarme. Bajé los tirantes de su bra y le metí los dedos por debajo, sintiendo cómo le salían los gemiditos. La muy zorra empezó a mover el culo contra mi verga, que ya parecía un bate de béisbol.
«Señora, se está portando mal», le dije mientras le metía mano por debajo del short.
«Callate, niño malcriado», me contestó, pero cuando mis dedos encontraron su tanguita empapada, se mordió el labio y gimió como gata en celo.
Lo que siguió fue cine porno premium. La muy puta se dio vuelta y se tragó mi verga como si fuera el último chupetín del mundo. Wey, esa boca de señora bien cuidada sabía mover la lengua como si hubiera estudiado en Harvard pa’ mamadas.
«Quiero que me cojas, pero sin condón», me susurró mientras me lamía los pezones.
«Pero señora, somos amigos», le dije sarcástico, recordándole todas las veces que me dijo esa mierda.
La muy hija de puta se puso en cuatro y me rogó: «Por favor, amigo, métemela toda».
No me lo tuve que pensar dos veces. Le bajé el short (que estaba tan mojado que parecía que se había meado) y le metí la verga de un solo golpe. La señora gritó como si la estuvieran matando, pero del buen modo.
«¡Así, amigo, dame más duro!» gemía mientras le daba nalgadas que dejaban sus cachetes rojos como tomates.
Cambiamos de posición como 3 veces. La monté en el sofá, la empiné contra la ventana (que daba al jardín donde trabajo, ironías de la vida), y terminamos en el suelo con sus piernas sobre mis hombros.
Cuando le dije que me iba a venir, la muy zorra me apretó el culo con sus talones y me dijo «Veníte adentro, amigo, quiero sentir tu leche».
Wey, corrí como adolescente. La llené hasta que le chorreaba por las piernas.
Después de limpiarnos con su short caro (qué ironía), la señora se levantó, fue a su cartera y me metió 500 dólares en el pantalón.
«Esta no será la última vez, ¿verdad, amigo?», me dijo con una sonrisa que prometía más cogidas y más billetes.
Yo, mientras me iba caminando como vaquero por el dolor de cadera, solo pensaba en la próxima vez que la señora «necesitara ayuda» en su casa.
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