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El día que tembló la unidad dental
O sea, literal, después de lo del coche con mi profesor, mi cabeza era un caos total. Por un lado, el remordimiento de «¿Qué estás haciendo? ¡Virgen hasta el matrimonio, recuérdalo!». Y por el otro, un fuego interno que Sergio había avivado y que no se apagaba con nada. Ni siquiera con mis sesiones maratonianas de porno, que, no les voy a mentir, se habían vuelto mucho más intensas y específicas después de sentir su polla en mi culo.
Él, por su parte, me volvía loca con los mensajes. Fotos de su verga, que ya reconocía como si fuera mía, videos de él jalándosela y diciendo mi nombre con esa voz que me hace derretir… Un día, después de una clase, se me acercó con toda la discreción del mundo y me deslizó un papelito en la mano. «Unidad 4. 6 AM. No faltes.» Ni siquiera me miró al decirlo. Mi corazón empezó a latir a mil por hora. ¿A las 6 de la mañana? ¿En la uni? ¡Eso era una locura! Pero decir que no… ni en sueños.
Llegué a las 5:50 AM, con el campus desierto y solo el sonido de mis pasos resonando en el pasillo. Una parte de mí esperaba que no apareciera, que fuera una broma de mal gusto. Pero ahí estaba él, esperándome frente a la unidad dental, con una mirada oscura que nada que ver con la de profesor serio. «Pasa,» dijo, y su voz sonó grave, urgente..
Cerró la puerta con llave detrás de mí y de un solo movimiento me empujó contra la puerta, besándome con una furia que me dejó sin aliento. Su barba me raspaba la cara, sus manos ya estaban bajo mi blusa, apretando mis tetas ufffffff rico y con una necesidad que me hizo gemir. «He pasado dos semanas soñando con este culo,» murmuró contra mi boca, y sus dedos empezaron a bajar mi jeans y mi tanga hasta los tobillos.
«Espera…» traté de protestar, pero era una queja débil, porque mi cuerpo ya le pertenecía por completo.
«Calladita,» ordenó, y me dio la vuelta, obligándome a agarrarme al respaldo de la silla dental. La espalda contra su pecho, sentí el duro volumen de su erección presionándome entre las nalgas. Sus manos recorrían mi estómago, mis muslos, para luego separarme las nalgas con sus dedos. Escuché el ruido del lubricante que sacó de un cajón, y un momento después, sus dedos fríos y resbaladizos me estaban preparando, abriéndome, jugando con mi culo de una manera que me hizo temblar.
«¿Ves lo que me haces hacer? ¿En mi lugar de trabajo?» susurraba en mi oído, mordisqueándome el lóbulo. «Eres una nena mala. Una nena que necesita que la castiguen.»
Yo no podía más, ya estaba perdida, aaaaaaaahhhshhshhggg gimiendo y empujando mis nalgas contra sus dedos, pidiendo más. Él alineó su polla, enorme y palpitante, en mi huequito. «Shhh, silencio… Que alguien puede oírnos,» dijo, y con una embestida lenta pero implacable, empezó a metérmela entera.
El dolor inicial se transformó en un placer tan intenso y prohibido que creí que me desmayaría. Agarré la silla con todas mis fuerzas, ahogando mis gritos en el antebrazo. Él empezó a moverse, con un ritmo brutal, cada embestida hacía chirriar la silla dental contra el piso. El sonido metálico se mezclaba con sus gruñidos bajos y mis jadeos ahogados. Él me agarraba de las caderas, clavándome sus dedos, marcándome, mientras su polla me abría de una manera que sentía que me partía en dos.
La idea de que alguien, el conserje, otro profesor madrugador, pudiera pasar por el pasillo y oírnos, solo avivaba el fuego. Cada ruido fuera de la habitación me hacía contraer alrededor de él, y él respondía con una maldición ronca y una embestida aún más profunda. «¿Te gusta que te folle el culo donde vienes a aprender?» me preguntó, su voz distorsionada por el deseo. Yo solo podía asentir, sin aliento, sintiendo cómo otro orgasmo se construía en mi vientre, más potente que el anterior.
Una de sus manos se deslizó hacia adelante, encontrando mi clítoris sensible y lo frotó con precisión cirujana. Eso fue lo que me terminó de volver loca. Me corrí en silencio, con un espasmo violento que me hizo morder mi propio brazo para no gritar, sintiendo cómo me sacudía alrededor de su verga.
Él no tardó en seguirme. Con un gruñido ahogado que sonó a animal herido, se hundió hasta el fondo y se quedó quieto, derramándose dentro de mí en oleadas calientes que sentí llenarme por completo. Nos quedamos así, jadeando, pegados, tambaleándonos sobre la silla que había sido testigo de todo. El sudor le corría por la sien. Cuando por fin se separó de mí, me giró y me besó con una ternura que contrastaba brutalmente con la fiereza de unos minutos antes. «Tienes que irte,» murmuró, arreglando su bata. «Ahora.»
Me vestí con manos temblorosas, sintiendo su semen escaparse por mis piernas, una sensación cruda que me recordaba lo que acabábamos de hacer. Antes de que yo saliera, él me agarró de la muñeca. «Esto no puede volver a pasar,» dijo, pero sus ojos decían exactamente lo contrario…
Yo solo asentí, con una sonrisa tonta, y salí al pasillo desierto, sintiendo que el mundo había cambiado por completo. Mi determinación de llegar virgen al matrimonio seguía ahí, pero ahora tenía un secreto mucho más caliente y complicado que esconder. Y la verdad, ni un poquito me arrepentía.
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