Por
Secreto culposo a mi edad
Ay, Dios mío, confesarlo es como quitarme un peso de encima, pero a la vez me da esa vergüenza dulce que te pone la piel chinita. Esto no es algo de ahora, no. Viene de hace tiempo, de esas ideas que te llegan a la cabeza y no te sueltan, como un zumbido constante en lo más profundo del vientre. La idea de hacerlo a escondidas, donde haya gente cerca, donde el peligro de que nos vean sea real… eso a mí me prende de una manera que ni les cuento.
No soy ninguna jovencita, ya he vivido bastante, pero este gusto culposo se ha vuelto más fuerte con los años. Es como si, después de tantos años de ser «señora respetable», algo dentro de mí se rebelara y quisiera ser la puta que siempre llevé escondida. Y no estoy sola en esto. Él, mi hombre, también quiere. Es un fuego que nos quema a los dos por igual.
La primera vez que lo intentamos con la puerta abierta fue aquí mismo, en mi casa. Era un domingo por la tarde. Los vecinos estaban en el parque, justo enfrente de mi ventanal del living. Él me empezó a besar en el sofá, con esa calma que le sale cuando sabe que vamos a hacer una locura. Yo ya estaba mojada solo de pensarlo. «Dejemos la puerta abierta,» me susurró en el oído, mordisqueándome el lóbulo. «Que entre el aire.» Pero los dos sabíamos que no era por el aire. Era por la posibilidad, por ese pellizco de miedo y emoción.
Asentí, sin poder hablar. Él se levantó y dejó la puerta principal abierta de par en par. Desde el sofá, se veía perfectamente el parque, con la gente paseando, los niños jugando. Cualquiera que mirara hacia acá con un poco de atención podía vernos. Él volvió a donde yo estaba y, sin preámbulos, me bajó el short y las bragas de un tirón. Me puso boca abajo sobre los cojines, con mi culo al aire, apuntando directo a la entrada. Sentí el viento de la calle en mis nalgas y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Él se arrodilló detrás de mí y me abrió con sus manos. «Mira, Norma,» dijo, con la voz ronca, «mira a toda esa gente que no sabe que te voy a meter mi verga hasta el fondo.»
Yo gemí, enterrando la cara en un cojín para ahogar el sonido, pero mis ojos estaban abiertos, mirando fijamente la puerta. Vi a la señora Pérez regar sus matas en el balcón de enfrente. Vi a un grupo de jóvenes pasar en bicicleta. Y todo el tiempo, sentía la punta de su verga, grande y dura, rozando mi entrada. Estaba empapada, deseando que me la metiera, deseando que alguien, en algún lugar, volteara y nos viera en pleno acto. Él no se apresuró. Jugueteó conmigo, frotando la cabeza de su miembro contra mi clítoris, haciéndome enloquecer. «¿Quieres que te den, puta? ¿Aquí, donde todos pueden verte?» Jadeaba, incapaz de formar palabras. Finalmente, me la enterró de una vez, llenándome por completo. Un grito se me escapó, y él me tapó la boca con una mano mientras con la otra me agarraba de la cadera, clavándosela cada vez más hondo.
Los golpes de sus caderas contra mis nalgas eran rápidos y fuertes, y el sonido húmedo de nuestros cuerpos se mezclaba con los ruidos de la calle. Yo estaba fuera de mí, con el miedo y la excitación fundiéndose en una sola sensación abrasadora. En un momento, un señor mayor se detuvo frente a la reja, como si estuviera buscando una dirección. Nos miró. Estoy segura de que nos miró. Sus ojos se posaron en nosotros por una fracción de segundo eterna antes de que él siguiera su camino, sacudiendo la cabeza. Esa mirada, ese instante de haber sido vista, me hizo estallar. Un orgasmo violento me sacudió, haciendo que me estremeciera y gritara contra su mano. Él, al sentir cómo me apretaba alrededor de su verga, se vino también, con un gruñido profundo, llenándome de su calor.
Nos quedamos jadeando, pegados, mientras la brisa de la calle nos enfriaba la piel sudorosa. La puerta seguía abierta, y el mundo seguía su curso, ajeno a nuestro pequeño, delicioso escándalo.
Pero no solo es con él. A veces, la necesidad es tan fuerte que me agarra sola. Me masturbo sabiendo que puedo ser vista. Tengo un ventanal grande en mi dormitorio que da a un callejón que, aunque no es muy transitado, siempre hay alguien. Anoche, no pude dormir. La luna estaba llena y entraba por la ventana. Me quité la camiseta de dormir y me acerqué al vidrio, completamente desnuda. Apoyé las manos en el frío cristal y me miré en el reflejo, pero mi vista iba más allá, hacia la oscuridad del callejón. Empecé a tocarme, despacio al principio, con las yemas de los dedos recorriendo mis pezones duros, luego bajando por mi vientre hasta mi sexo, que ya latía con fuerza.
Me abrí de piernas, apoyando una rodilla en el borde de la cama que está junto a la ventana, ofreciéndome a la noche. Con una mano me acariciaba un seno y con la otra me metía dos dedos, imaginando que era la mirada de un desconocido la que me excitaba. Cerré los ojos y me imaginé a un hombre ahí afuera, en la sombra, observándome, jalándose la verga mientras me veía perderme en mi propio placer. Gemí más fuerte, sin importarme el ruido. Quizás el vecino de al lado, ese joven soltero que siempre llega tarde, estaba escuchando. Quizás en ese momento estaba en su cuarto, mirando por su propia ventana, viendo cómo esta mujer madura se daba placer contra el vidrio. Esa idea, esa posibilidad anónima, me llevó al borde. Me froté el clítoris con furia, mirando fijamente la oscuridad, desafiando a quien estuviera allí, y me corrí con un temblor que me dobló las rodillas, gimiendo un nombre que no era el de mi hombre.
Es mi vicio secreto, mi gusto culposo. La emoción prohibida de exhibirme, de sentir que, por un momento, dejo de ser la Norma correcta y me convierto en un animal de puro deseo, con la puerta abierta de par en par para quien quiera asomarse. Y mientras más cerca está la gente, más lo quiero. Es como un fuego que no se apaga, y no, no pienso apagarlo.



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