PUSE A LA SUEGRA DE HERMANO A REBOTAR ESAS TETAS
Esta vaina que me pasó el fin de semana en casa de mi hermano es de locos. Estaba la reunión de cumpleaños, toda la familia ahí, y yo ya con unos tragos encima que me tenían bien prendido. La cosa es que subí al segundo piso a buscar un baño porque el de abajo estaba ocupado, y me encontré con la suegra de mi hermano, la mamá de su esposa, ahí toda perdida en el pasillo.
La tipa tiene sus 60 años pero te juro que está mejor conservada que muchas de 30. un culo redondo que se le marca hasta con el vestido puesto, y unas tetas enormes pero paraditas, como si el tiempo no les hubiera pasado factura. Esa noche andaba con un vestido negro ajustado que le dejaba ver todo, la muy zorra.
«Oye, ¿no sabes dónde está el baño?», me dijo con una voz un poco borracha, pero con una mirada que me atravesó. Yo, que ya la había visto con buenos ojos antes, no me pude resistir.
» Sí, sígueme», le dije, y la llevé no al baño, sino a uno de los cuartos. Era el de mi sobrino, con posters de superheroes en la pared, pero en ese momento me importaba un carajo.
Apenas cerré la puerta, la muy puta no esperó ni un segundo. Se me abalanzó encima y me empezó a besar como si no hubiera un mañana. Su boca sabía a whiskey y a menta, y sus manos ya me estaban bajando el zipper.
«Tengo una verga bien dura para vos», le gruñí en el oído, y ella gimió como una cachorra.
Me empujó hacia la cama y se montó encima de mí, desabrochándose el vestido con una urgencia que me volvió loco. Cuando se lo quitó, marica, te juro que casi me corrí ahí mismo. Esas tetas eran una obra de arte, grandes, firmes, con unos pezones morenos y largos que parecían hechos para chupar. Y ese culo, dios mío, redondo, carnoso, perfecto para agarrar.
«Quiero sentir esa verga gorda que tenés», me susurró, mientras me bajaba el pantalón y los calzoncillos. Cuando vio mi verga, sus ojos se abrieron como platos. «Dios mío, nunca había visto una tan gruesa», dijo, y esa vaina me puso a mil.
Se la metió toda en la boca de una vez, ahogándose con ella, pero no parecía importarle. La tenía agarrada del pelo y le estaba follando la cara, sintiendo cómo su garganta se ajustaba a mi verga. Escupía y bababa, haciéndola resbalar aún más, y yo solo podía gemir como un animal.
Después de un rato, la puse a cuatro patas sobre la cama. Su culo estaba ahí, expuesto, y yo no pude resistirme. Le di una nalgada tan fuerte que el sonido retumbó en el cuarto, y ella gritó de placer. «Más, dame más duro», me pedía, y yo obedecía, dejándole las nalgas rojas y marcadas con la forma de mi mano.
Agarrando sus caderas con fuerza, le metí la verga por detrás. Estaba tan apretada que al principio costó, pero cuando entró, ella gritó como si la estuvieran matando. «Sí, así, rompeme este culo, papi», gemía, y eso me enloqueció todavía más.
Empecé a cogerla con una fuerza bestial, cada embestida más profunda que la anterior. Las patas de la cama crujían, y yo sentía cómo su culo se abría para mi verga, cómo me apretaba con cada movimiento. Le jalaba el pelo con una mano mientras con la otra le agarraba esas tetas que rebotaban salvajemente. Ella no paraba de gemir y de decirme cosas que me prendían más: «Que verga tan grande, me encanta, soy tu puta, tu puta personal».
El sudor nos cubría a los dos, y el olor a sexo llenaba la habitación. Yo ya no podía más, sentía que me iba a venir, pero quería hacerla correr primero. Cambié el ángulo, buscando ese punto que la hiciera enloquecer, y cuando lo encontré, ella empezó a gritar como una poses. «Ahí, ahí mismo, no pares, por favor!», y entonces sentí cómo su cuerpo se estremecía y sus jugos chorreaban por sus piernas. Se vino con una fuerza que no había visto en ninguna mujer, temblando y gimiendo mi nombre.
Eso fue el final para mí. «Me voy a correr, puta», le avisé, y ella, jadeando, me suplicó: «Adentro, quiero tu leche adentro». Esas palabras me hicieron explotar. Con un gruñido que salió desde lo más profundo de mi estómago, me vine como un toro, llenándole el culo con mi leche caliente, bombeando hasta la última gota mientras ella seguía temblando alrededor de mi verga.
Cuando terminamos, nos derrumbamos en la cama, jadeando, sin poder creer lo que acababa de pasar. Abajo se escuchaba la música y las risas de los demás, incluido su marido, un gordo borracho que ni se imaginaba que acababa de reventar el culo de su mujer.
Ella se levantó primero, se vistió rápidamente y, antes de salir, me dio un beso. «Nunca me habían cogido así», me confesó, con una sonrisa de satisfacción. «Tu hermano tiene suerte de tenerte en la familia».
Yo me quedé ahí, en la cama, con mi verga todavía palpitando y el olor a sexo pegado a mi piel. Miré hacia la puerta, pensando en que su marido estaba justo abajo, borracho y contento, sin saber que su mujer volvía a casa bien llena de mi leche y con el culo adolorido de lo duro que se lo había dado.


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