Exhibirme para extraños II
La timidez se evaporó como el rocío bajo el sol, reemplazada por una necesidad artesanal de exhibir cada pliegue, cada sombra, cada temblor.
Mi cuerpo se convirtió en un escenario y yo en su coreógrafa más exigente. Estudiaba los ángulos de luz que acariciaban mis caderas, la manera en que la sombra se colaba entre mis senos cuando me arqueaba frente al espejo.
Ya no eran solo mis manos las que recorrían mi piel; eran las miradas de ellos, de todos esos hombres y mujeres sin rostro cuyos comentarios anónimos eran pura adrenalina líquida inyectada en mis venas.
Amaba abrir las piernas con lentitud deliberada, como abriendo las cortinas de un teatro privado, mostrando el espectáculo húmedo y palpitante de mi vulva. Me encantaba pellizcar mis pezones frente a la lente, sabiendo que del otro lado alguien jadearía o se mordería el labio.
Cada «like» era una caricia a distancia, cada comentario vulgar un dedo imaginario que trazaba caminos de fuego sobre mi pantalla.
Empecé a murmurarles, a contarles lo que sentía, a describirles la humedad que empapaba mis dedos. «¿Os gusta lo que veis?», susurraba. «Esto es para vosotros.»
El placer ya no era solo mío; era un banquete al que yo convidaba, una ceremonia donde yo era la sacerdotisa y mi cuerpo la ofrenda.
La soledad de mi habitación se llenó de presencias fantasmales, un coro de deseos que me empujaba a ser más atrevida, más explícita, más yo.
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