Disfrutamos mientras hablamos de física cuántica, de música, de cómics. Intento fluir, pero estoy tan nerviosa que te bombardeo con preguntas como si te estuviera sometiendo al test de vida o muerte. Me demuestras que eres humano finalizándolo con un beso  bala que estalla en mi interior. Luego, solo el roce de tus labios, tu sabor, el olor de tu piel, las respiraciones entrecortadas, el aullido lejano de un trueno. La eternidad dura, apenas, un instante. Te separas, sonriendo, y me tomas de las manos.

Ven, me dices como si no lo notará, guiándome como a un ciego. Sin temor a lo desconocido.

Lo estoy de deseo por ti y me cuesta desprenderme de tus labios, de tu aliento, de tu cuerpo, del placer que siento al pegarme contra él, al frotar mi sexo contra el tuyo por encima de la ropa, al follarte sin follarte como si folláramos.

Me agarras con firmeza de la cintura girándome hacia el balcón. Me rindo. Domíname.

Mira.

Obedezco. En cuestiones pasionales, siempre obedezco. Nuestras siluetas se reflejan en el cristal de la ventana distorsionadas por las líneas caprichosas que trazan las gotas de lluvia.

Siento tu energía a mi espalda, la firmeza de tu miembro en mis glúteos a pesar de la ropa, la delicadeza de tus dedos abriéndose paso por debajo de la blusa. Elevo los brazos y me aferro a tu cuello; tú besas el mío mientras acaricias un pezón con  la mano izquierda y deslizas la derecha por mis curvas.

Tomas mi sexo como si fuera tuyo (hoy lo es, lo es y eso basta) y ejecutas una melodía improvisada. Vibro. Soy,  simplemente, yo.

¿Se perderá este recuerdo, como lágrimas en la lluvia?

¿Quién sabe?  Me niego a vivir con miedo.

Es hora de morir, gimo, mientras el placer me invade, así como estar entre tus dedos.

No más.