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diciembre 14, 2025

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No hay nada mejor que una verga gorda y negra!

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Hola… Hoy vengo a contar algo que me ha costado varios años y muchas vergas comprobar.

Soy una mujer normal, tengo 22 años, pero siento que he cogido mucho en mi corta edad. Mi primer novio, un niño fino de mi barrio y con quién mi inicié sexualmente me estuvo mal dando verga durante mucho tiempo, pero como estaba enamorada siempre pensé que era lo máximo. Hasta después de terminar no supe lo que era una buena cogida, y esa me la dio un negro con una verga enorme, gorda y venosa.

La mera situación fue deliciosa, me llevó a un hotel de esos donde hay espejos en el techo y en las paredes, me cogió TODA LA NOCHE, salí de ahí con la concha roja, hinchada y adolorida, pero me había corrido tantas veces que no me importó. Las nalgas me ardían de tantas nalgadas que me dió. Pero el contraste de su piel negra como la noche, y yo toda menudita y sonrojada, delicioso. A el nunca volví a verlo, pero marcó un prescedente y desde allí sólo busco hombres de tu tipo, no importa si son jóvenes o me llevan años, si no es negro y enorme no me prende.

Mi última conquista fue un seguridad de una discoteca, me cogió en un cuarto de mantenimiento o no sé que era y fue delicioso..

La cosa con el seguridad fue así. Lo vi desde la pista de baile, parado ahí con su uniforme apretándole esos brazos de negro puro, mirando a todos con cara de pocos amigos. Pero yo, la muy zorra, sabía que detrás de esa mirada seria había un animal esperando a soltarse. Me acerqué a pedir un cigarro, una excusa cualquiera, y cuando me incliné para que me lo encendiera, el escote de mi vestido se abrió lo justo para que viera estas tetas que ya estaban palpitando solo de imaginármelo encima.

Me miró, no con sorpresa, sino con esa certeza de macho que sabe que ya te tiene. “Cuidado por aquí, princesa,” me dijo, pero sus ojos decían ‘te voy a partir en dos’. Le seguí el juego. “¿Y tú me cuidas?” le solté, mordiendo el filtro del cigarro. No dijo nada, solo sonrió, una sonrisa blanca y perfecta en esa cara oscura que ya me tenía mojada.

Media hora después, cuando la discoteca estaba que explotaba, me agarró del brazo suavemente. “Ven,” fue todo lo que dijo. Lo seguí por un pasillo oscuro, lejos de la música, hasta una puerta que decía ‘Mantenimiento’. Entramos. Era un cuarto pequeño, lleno de cubetas y olía a cloro. Pero en ese momento, para mí, era el lugar más excitante del mundo.

Ni bien cerró la puerta, me empujó contra una pared fría. Su cuerpo, enorme y caliente, se aplastó contra el mío. “¿Siempre tan atrevida?” me gruñó al oído, mientras una de sus manos ya me subía el vestido y encontraba mi tanga, empapada. “Solo con los que valen la pena,” jadeé, y eso fue todo lo que necesitó.

Me dio la vuelta bruscamente, cara contra la pared, y me bajó la tanga de un tirón. Sentí el aire frío en mis nalgas, y luego el calor de sus manos, enormes, agarrando mis caderas. No hubo preliminares, no hubo besos. Solo el sonido de su cinturón desabrochándose y el ruido del plástico del condón. Lo esperé, temblando, con la pepa palpitando, sabiendo lo que venía.

Y entonces, lo sentí. La punta, ancha como un huevo, presionando mi entrada. Aunque estaba mojadísima, el tamaño era descomunal. “Relájate, nena,” ordenó, y con un empuje firme y brutal, me la metió toda. El grito que salió de mi garganta lo ahogué mordiendo mi propio brazo. Me llenaba de una manera que ningún blanco, ningún latino, jamás lo había hecho. No era solo largo, era ancho, venoso, y cada centímetro que entraba me abría y me posesionaba.

Comenzó a moverse, lento al principio, cada embestida una declaración de propiedad. Yo gemía como una loca, con la cara aplastada contra la pared fría, sintiendo cómo mis nalgas chocaban contra sus muslos duros como roca. “Así… así me gusta, papi… rómpeme,” le suplicaba, y él respondía dándome más fuerte, agarrándome del pelo para jalar mi cabeza hacia atrás.

“Te gusta esta verga negra, ¿eh, puta?” me espetó, y su voz era áspera, cargada de lujuria y sudor. “¡Sí! ¡Es la mejor! ¡Sos el mejor!” le grité, y él soltó una carcajada baja, bestial, mientras aceleraba el ritmo. El cuarto se llenó del sonido de nuestros cuerpos golpeando, de mis gemidos, de sus gruñidos. Con una mano me apretaba un pecho, con la otra me nalgueaba, cada golpe resonaba en el cuarto pequeño y me enviaba una nueva oleada de placer al clítoris.

En un momento, me hizo arrodillarme frente a él, en el suelo sucio. “Chúpamela, quiero ver esa carita blanca llena de mi verga negra,” ordenó. Se la saqué de un tirón del pantalón, y ahí estaba, todavía cubierta por el condón lleno de mis jugos, enorme y palpitante. Se la metí a la boca, sintiendo su grosor estirar mis labios, ahogándome con su tamaño mientras él empujaba mi cabeza hacia abajo. “Más, perra, trágatela toda,” gruñía, y yo lo hacía, con lágrimas en los ojos de la excitación y la intensidad.

Luego me puso a cuatro patas otra vez, sobre unas cajas. “Ahora te voy a dar por donde más te duele y más te gusta,” anunció. Escupió en su mano y me lubricó el otro agujero. Esta vez el dolor fue más agudo, pero la sensación de ser tan completamente invadida, tan poseída, me hizo volverme loca. Me folló el culo con la misma ferocidad, y yo le empujaba contra él, buscando más, siempre más.

Cambiamos de posición otra vez, y me sentó en una mesa de herramientas. Me miró a los ojos mientras yo le enredaba las piernas en la cintura. “¿Cuántas te has corrido, zorra?” me preguntó, clavándosemela de nuevo en la pepa, que ya sentía adolorida y maravillosamente usada. “No sé… no puedo contar…” gemí, y era verdad, los orgasmos se habían sucedido como olas, pequeños y grandes, hasta que ya no distinguía uno de otro.

El final llegó cuando él, con los dientes apretados y los músculos del cuello en tensión, me avisó. “Me voy… te lleno toda, puta.” Yo solo pude asentir, y sentí el chorro caliente de su leche a través del condón, mientras yo, agarrada a sus hombros, tenía uno último, un orgasmo que me sacudió hasta los dedos de los pies, gritando su nombre que ni siquiera sabía.

Quedamos ahí, jadeando, él todavía dentro de mí, los dos cubiertos de un sudor pegajoso y brillante. Me bajó de la mesa y me dio una palmada en el culo. “Vístete. Cierro en diez minutos.”

Como si nada. Como si no me hubiera reacomodado las entrañas. Me vestí con manos temblorosas, y al salir del cuarto, me dio un pellizco en la nalga. “Vuelve cuando quieras otra dosis.”

Y créeme, he vuelto. Varias veces. Porque no hay nada, NADA, que se compare con la forma en que un hombre negro, con una verga gorda y negra, te hace sentir. Te usa, te posee, te convierte en su puta personal durante el tiempo que dura la cogida. Es un viaje de ida. Y yo, a mis 22 años, ya tengo el pasaje comprado para toda la vida.

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