Natalia: Los cinco sentidos
La calidez del apartamento le sorprendió al entrar. Velas encendidas donde nunca las había, olor a chocolate y especias, ambiente de inquietante misterio. Cuando percibía que no estaba en su orden normal, él se temía que aquello formase parte de uno de los juegos eróticos con los que ella le sorprendía. Cualquier ocurrencia con la que sorprenderle, ponerle a prueba, provocarle. Sobre la mesa de la cocina Natalia yacía desnuda, con pequeños trozos de futas diseminados a lo largo de su cuerpo. Mil colores de piña, sandía, uva, melocotón adornaban la piel mientras reía al verle atónito contemplando aquel espectáculo de colorido y sensualidad. Le gustaba sentir sus labios acariciándole el vientre al sorber los trozos verdes de kiwi, excitarse con el contacto de la lengua lamiendo el zumo de los triángulos de mandarina. Disfrutaba de la experiencia de su boca recorriendo todos los rincones, estremecerse percibiendo el aliento quemándole al explorarla con detenimiento.
A él le fascinaba experimentar la mezcla de sabores de las frutas con cada parte del cuerpo de Natalia. La acidez de las fresas con el aroma de su vientre, la suavidad del aguacate alrededor de sus pezones, la textura de la manzana con la tibieza de los muslos, la dulzura de la naranja con la calidez del sexo. Se recreaba apreciando cada mezcla única, improvisada. Aquellas frutas sabían a ella, el regusto dulce se asemejaba al sabor de sus orgasmos, el frescor de las cerezas era casi como el aroma de su piel. Mientras él la degustaba, sentía suspiros de placer, sus gemidos al apurar con la lengua el zumo de uva entre las piernas.
En los juegos eróticos solía concentrarse uno solo de los sentidos, pues creía que utilizando todos a la vez se perdía la verdadera y profunda experiencia de cada uno de ellos. Así ideaba sesiones como aquella u otras como experiencias dedicadas al olfato o al oído. En ocasiones le gustaba atarlo a una silla y, tapándole los ojos, excitarlo con sonidos. Se paseaba a su alrededor acariciándose, suspirándole al oído, despertándole una incontrolable imaginación, inmovilizado y en la oscuridad. Escuchaba expectante sus manos deslizándose por la piel, el chasquido de su boca al lamer los dedos, los gemidos al excitarse viéndolo amordazado ahogándose en su propio deseo, el sonido de las caricias al masturbarse al alcance de su boca. Sin tocarle, sin hablarle. Apreciaba al detalle cada uno de los sonidos, que eran más que suficientes para arrastrarlo a un delirio de placer, a la máxima excitación sin necesidad de recurrir a ninguno de los otros sentidos.
Los gemidos de ella lo arrebataban, el suave sonido de las manos recorriendo su piel le apasionaba. Pero en otras ocasiones se concentraba en disfrutar del olfato. El tierno e irresistible olor impregnaba su ropa, la estancia y toda la casa a su paso, dejando un rastro de un perfume inconfundible. En ocasiones le vendaba los ojos para acercarle una a una sus prendas de lencería, que a él le hacían estremecerse de deseo. Le gustaba observarle extasiado apreciando del aroma de aquella arrebatadora mujer en cualquiera de las prendas que le ponía a su alcance. Tenía la certeza de que cuando ella no estaba a veces él visitaba aquel cajón donde las guardaba. Seda y algodón con encajes rojos, blancos, de todos los colores que atesoraban la esencia de su piel. Era otra forma de admirar el atractivo de aquella mujer que lo llevaba al borde del delirio con inusitada facilidad.
El tacto era el protagonista cuando le privaba de los demás sentidos, dejándole a oscuras y utilizando únicamente las manos para recorrerla deteniéndose en todos sus detalles. Los dedos la estudiaban detenidamente, intentando memorizar cada una de sus curvas y superficies, la suavidad de la espalda, la ternura de sus sexo, el contorno de los labios. En tinieblas se disfrutaban con las manos, percibían con mayor claridad las diferencias entre la textura de los senos, los muslos, de su cintura, como si la piel fuese diferente, única, inabarcable.
A veces le gustaba sorprenderlo mientras estaba concentrado en cualquier actividad, para vendarle los ojos y acercarle las manos para que le palpase su cuerpo, para sentir desnuda sus dedos que ávidos la estudiaban detenidamente. El aliento se cristalizaba en la garganta, escapaba entrecortado, quemándole entre las piernas mientras la acariciaba lenta y dulcemente. La tibia textura lo enloquecía, y en la oscuridad percibía los detalles que se le escapaban en los momentos de pasión. La suavidad de los vellos entre las piernas era diferente, la rigidez de sus pezones se mostraban distinta, irresistible.
Recrearse con la vista era el juego favorito de él. Disfrutar de la belleza de su cuerpo, deleitarse observando las sobras acariciando su piel, persiguiéndola en cada movimiento. Natalia se desnudaba para él, desprendiéndose de las prendas de ropa con parsimonia, sabedora que en aquel juego no le estaba permitido tocar. Agarrado a los brazos del sillón se contenía como podía mientras ella improvisaba desfiles de lencería, se probaba prendas o simplemente bailaba delante de su atormentada víctima. Cada número era diferente, jugaba con las luces y con la música, creando ambientes a su gusto. Se sentía deseada por él, y a la vez segura y poderosa. Verlo al borde de la explosión le excitaba y divertía. Al fin y al cabo le gustaba dominarle, arrastrarlo al borde del éxtasis para luego quitárselo de los labios, observarle retorciéndose de deseo mientras ella lo provocaba con alguna de sus travesuras.
Desnudarse era todo un arte para Natalia y un delirio para él. Cada prenda se desprendía con parsimonia, como si se tratase de una segunda piel. Deslizaba los pantalones sobre su trasero, jugaba con el tanga al son de la música antes de quitárselo. A veces se desnudaba de espaldas, indiferente a su reo que se consumía en el rincón. Utilizaba atrezos para bailar que deslizaba sobre sus curvas. Se acariciaba entre las piernas con una bufanda antes de arrojársela a su arrebatado regazo, se envolvía en fulares de seda semitransparentes, o se dejaba las botas altas con las que se sentía aún más dominadora. Una de las pasiones de Natalia era la ropa interior, que la lucía sobre aquellas sensuales curvas. El conocía todas sus prendas íntimas pero siempre conseguía sorprenderlo con alguna novedad. Aunque su debilidad era el negro, los desfiles con corsés y medias blancas lo enloquecían. La lencería roja le daba un toque de erotismo único, la rosa realzaba su belleza y la luminosidad de la piel.
Le fascinaba excitarlo con cualquiera de sus juegos, llevándolo al límite, sorprendiéndolo. En aquella ocasión se dejaba devorar por él, recorriéndola con sus labios a la luz de las velas. Tendida sobre la mesa disfrutaba de sus orgasmos con regusto a fruta y canela, se bebía su sudor como licor con aroma a cereza, lamia toda su piel y apuraba todos los rincones con sabor a manzana y a placer.
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2 respuestas
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