Por
Mis tetas grandes me consiguen todo lo que quiero
La verdad es una herramienta simple, casi primitiva, pero infalible: mis tetas grandes me consiguen todo lo que quiero. No lo digo con orgullo ni con vergüenza, es una simple ecuación física, una ley del deseo masculino que aprendí a manipular con la precisión de un cirujano. Mido 1.65, tengo caderas estrechas y un trasero discreto, pero Dios, o la genética, me bendijo con un par de pechos que son, literalmente, imanes para miradas, suspiros y, lo que es más importante, favores. Son voluminosos, redondos, con una pesadez que se anuncia en mi postura y una curvatura que desafía la gravedad sin necesidad de sostenes push-up, aunque a veces los uso como armamento estratégico.
En el día a día, voy tapada. Jerseys holgados, blusas de cuello alto, todo un arsenal de tela diseñado para camuflar la artillería pesada. Es un instinto de supervivencia. Las miradas en el subte pueden ser tan intensas que casi siento el peso físico de los ojos recorriéndome los pezones. Los comentarios «inocentes» de los compañeros de trabajo, ese «¿Necesitas ayuda con eso?» mientras cargan una caja que yo podría levantar con una mano, ya me resbalan. He desarrollado una sonrisa fría, un gesto de indiferencia educada que congela cualquier avance no solicitado. Pero debajo de esa capa de lana y algodón, sé el poder que late.
Y cuando un objetivo lo merece, cuando necesito algo que va más allá de que me cedan un asiento en un autobús lleno o de saltarme la fila interminable en una oficina de gobierno, entonces despliego mi artillería. Es un ritual casi ceremonial. Elijo con cuidado: una blusa blanca de seda, tan fina que se vuelve una sugerencia bajo la luz, que deja ver la sombra oscura de los pezones y el contorno del sostén, que en esos días es siempre de encaje negro. O un vestido con un escote que se hunde valientemente, un valle de sombras que promete cumbres de carne palpitante. Me visto no para la elegancia, sino para la guerra psicológica.
Recuerdo una vez en el aeropuerto de Dubai. Un error en el sistema había anulado mi booking en business class. El agente, un hombre emiratí de mirada severa y manos impecables, me decía con una frialdad burocrática que no había nada que hacer. Me incliné levemente sobre el mostrador, apoyando los antebrazos, un movimiento calculado que tensó la blusa contra mi pecho y ofreció una vista panorámica de mi escote. Sus ojos, entrenados para la impassibilidad, se desviaron por una fracción de segundo. No fue una mirada lasciva, fue un cortocircuito. «Permítame ver de nuevo, señorita», dijo, su voz un tono más suave. Mientras sus dedos tecleaban, los míos jugueteaban con el collar, atrayendo la mirada de nuevo hacia el blanco. Cinco minutos después, yo estaba acomodándome en mi asiento de business class, con una copa de champagne y la sonrisa satisfecha del hombre que creía haber sido magnánimo, cuando en realidad solo había seguido el mapa del tesoro que yo le había dibujado frente a sus ojos.
O aquel préstamo bancario en Buenos Aires. Necesitaba capital para un curso de sommelier, un sueño. El ejecutivo de cuentas, un cincuentón con un traje caro y anillos de oro, revisaba mis papeles con escepticismo. Llevaba un vestido negro, sencillo, pero cortado con una precisión milimétrica. Al sentarme, crucé las piernas con lentitud, y al inclinarme para señalar un dato en el contrato, dejé que el escote hiciera el resto de la negociación. Su profesionalismo se agrietó. La charla se volvió más personal, sus preguntas se centraron menos en mis finanzas y más en mis «proyectos de vida». Al final, no solo obtuve el préstamo, sino con un interés ridículamente bajo. «Usted inspira confianza», me dijo al despedirme con un apretón de manos que duró un segundo más de lo necesario. Claro que inspiro confianza. Inspiro lo que los hombres necesitan creer para justificar el deseo cegador que les nubla el juicio.
No es que me guste. No siento placer en el acto mismo de la manipulación. Es una transacción fría. Yo ofrezco un espectáculo, una fantasía momentánea, un vistazo a un paraíso que nunca pisarán, y a cambio, obtengo un atajo en la complicada carrera de la vida. A veces, en la intimidad de mi departamento, me quito el sostén y me observo en el espejo. Estas curvas, este peso, esta geografía de piel que ha abierto tantas puertas. No son yo, pero son una parte de mí tan poderosa como mi inteligencia o mi ambición. Son mi llave maestra, mi código de acceso universal. Y mientras siga funcionando, seguiré vistiéndome para la batalla, blusa blanca o profundo escote, sabiendo que en el juego del deseo, las cartas más grandes siempre ganan la partida.


Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.