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agosto 9, 2025

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Mi primera vez jugando a la doble penetración

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Ese sábado olía a lluvia recién caída y a posibilidades. Había quedado con Camila, mi follamiga de los últimos meses, en su apartamento del barrio de Salamanca. La conocí en el gimnasio, donde sus sentadillas con peso extra eran mi espectáculo favorito. Aquel día, mientras tomábamos café en su cocina minúscula, sacó de la nada un paquete rectangular envuelto en papel seda.

«Abierto», ordenó con esa sonrisa de niña mala que me vuelve loco.

El papel crujió bajo mis dedos, revelando un dildo negro de 30 centímetros que parecía más un arma que un juguete sexual. «Se llama Anaconda», dijo ella, pasando la lengua por los labios…

Mi verga palpitió dentro del pantalón como si entendiera el desafío. Camila, está bien reputa, ya estaba en modo diosa del sexo, deslizando el dildo por su cuello hasta hundirlo lentamente entre sus tetas perfectas. «Te gusta ver cómo lo caliento, ¿verdad, papi?»

La seguí al dormitorio, donde había preparado el escenario: luces tenues, sábanas negras y un espejo de cuerpo entero junto a la cama. Se quitó el vestido sin prisa, mostrando ese cuerpo que conocía tan bien y que aún me sorprendía. Morena, curvas de guitarra flamenca, y ese culo que parecía esculpido a mano.

«Regla número uno», dijo mientras amarraba el dildo a la cabecera de la cama con una correa de cuero. «Hoy Anaconda manda».

Me empujó contra el colchón y empezó a desvestirme con manos expertas. Cuando mi verga saltó libre, la agarró con fuerza y la comparó con el juguete. «Ufff… qué difícil competición», murmuró, pero el brillo en sus ojos decía que le encantaba el contraste.

Primero me montó como si quisiera vengarse de algo, clavándose hasta el fondo en cada movimiento. «Así… así…», gemía mientras sus pechos bailaban frente a mi cara. Agarré sus caderas para controlar el ritmo, pero ella me soltó las manos. «No hoy, cariño. Hoy soy yo la que te usa».

Después de hacerme venir una primera vez (rápido, demasiado rápido), me obligó a recuperarme mientras jugaba con Anaconda. Se lo pasó por los labios, lo humedeció con su boca, y finalmente lo deslizó entre sus piernas mientras me miraba fijo. «Vas a ayudarme, ¿verdad?»

Era hipnótico ver cómo ese monstruo de silicona desaparecía dentro de ella, centímetro a centímetro. Cuando solo quedaban 10 cm fuera, me hizo acercar. «Ahora tú», ordenó, guiando mi verga hacia su culo.

La sensación fue surrealista. Entrar en su coño ya caliente mientras sentía el dildo moviéndose contra mi verga a través de la fina pared que nos separaba. Camila gritó como nunca antes, con los ojos en blanco y las manos aferradas a las sábanas. «Dios… siento… las dos…», balbuceó entre gemidos.

El ritmo lo marcaba ella, contrayéndose alrededor de ambos, guiándonos en un baile perverso. A veces empujaba hacia atrás para tomar más del dildo, otras se inclinaba hacia mí, buscando profundidad. El sonido húmedo de nuestros cuerpos se mezclaba con sus gritos y mis maldiciones.

En un momento, me hizo detener y cambiar posiciones. «Quiero verte a los ojos cuando me llenes», susurró. Nos colocamos de lado, con el dildo aún dentro de ella y yo entrando por detrás. El espejo reflejaba nuestra imagen: sus uñas clavadas en mi brazo, mi boca mordiendo su hombro, y ese juguete obsceno asomando de su coño cada vez que yo retrocedía.

Cuando el segundo orgasmo la golpeó, su cuerpo se convirtió en un arco tenso. «No pares… no pares…», suplicaba entre jadeos. Yo estaba al borde, sintiendo cómo el dildo amplificaba cada contracción de sus músculos internos.

«¿Dónde quieres mi leche, princesa?» gruñí, agarrando su pelo.

«¡Dentro! ¡Quiero sentir cómo se mezcla!»

Y así fue. Exploté con una fuerza que me dejó viendo estrellas, mientras ella seguía temblando alrededor de nosotros. Cuando finalmente nos separamos, el dildo salió con un sonido obsceno, seguido de un pequeño chorro de nuestros fluidos combinados.

Camila se derrumbó sobre mí, sudorosa y satisfecha. «Definitivamente necesitamos un round dos», murmuró contra mi pecho.

El sol ya se ponía cuando salí de su apartamento, con las piernas temblando y una sonrisa tonta. En el ascensor, un vecino me miró curioso. «Buen entrenamiento», le dije, ajustándome el pantalón.

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