Mi primera tijereada
El avión surcaba las nubes sobre el Atlántico, pero mi mente ya estaba en la tierra, en la promesa de lo que ese papel doblado escondía en el bolsillo de mi uniforme. Dos mil dólares. La cifra bailaba en mi cabeza, mezclada con la imagen de él, ese tipo de primera clase con traje italiano y una sonrisa que no prometía amor, sino transacciones sucias y deliciosas. A su lado, Mika, una trigueña con curvas que parecen esculpidas a mano y una mirada que sabía más de lo que admitía. Les serví champagne con una sonrisa profesional, pero mis dedos rozaron los suyos más de lo necesario, mis caderas se balancearon con una cadencia que no era para mantener el equilibrio en pleno vuelo. Él me miró directo a los ojos al entregarme el papel. No hubo equivocación.
Al aterrizar, la duda me mordisqueó por un segundo. ¿Qué clase de fiesta me esperaba? Pero dos mil dólares pagan muchas cosas, sobre todo la renta de mi monoambiente en Palermo y la adrenalina que tanto busco. Tomé un taxi hasta el hotel que indicaba el papel, un lugar de líneas limpias y silencio caro. Al abrir la puerta, allí estaban los dos. Él, con una copa de whisky en la mano, ya sin la corbata. Ella, Mika, recostada en el sofá con un vestido de seda que dejaba poco a la imaginación. Sonrió, mostrando unos dientes perfectos. «Pensamos que te habías perdido», dijo él, y su acento danés era más suave en la intimidad de la suite.
El aire olía a lino limpio y lujuria cara. «La propuesta es simple», continuó él, acercándose. «Dos mil por una noche. Pero los dos. Con nosotros.» Miré a Mika. Sus ojos oscuros me evaluaban, no con rivalidad, sino con curiosidad. Mi regla era clara: nunca con mujeres. Pero dos mil dólares… y esa mirada suya… asentí. «Pero no mamo coño», dije, clavando la mirada en él. «Esa es mi única condición.» Él sonrió, como si ya lo supiera. «Justo», dijo Mika, levantándose. «Yo sí.»
Lo que siguió fue un ballet de manos expertas y bocas que conocían su oficio. Él desabrochó mi uniforme lentamente, como desenvolviendo un regalo, mientras Mika observaba, deslizando las manos por su propio cuerpo. Cuando estuve en ropa interior, él me tumbó en la cama y se concentró en mi boca, besándome con una profundidad que me robó el aliento. Sus manos encontraron mis pechos, masajeándolos, pellizcándome los pezones hasta que arqueé la espalda. Mika se acercó entonces. «Mi turno», susurró, y su boca descendió por mi estómago hasta la cintura de mis bragas. Las bajó con los dientes, lentamente, y cuando mi sexo quedó expuesto, ella sopló suavemente sobre mi piel húmeda. Un escalofrío brutal me recorrió. «Dije que no…», intenté protestar, pero la sensación de su aliento caliente me cortó la frase.
No lo hizo. En vez de usar la boca, usó las manos. Sus dedos, largos y con uñas perfectamente cuidadas, encontraron mi clítoris y comenzaron a masajearlo en círculos precisos, insistentes. Era hábil, demasiado. Mientras, él se desnudó por completo. Su verga era exactamente como me la imaginé: larga, gruesa, imponente. Se montó sobre mi cara y yo, casi por reflejo, abrí la boca para recibirla. Sabía a piel limpia y a poder. Mika, abajo, no cesaba su trabajo. Sus dedos me abrían, exploraban, encontraban puntos que ni yo sabía que tenía. Gemí con la boca llena, y la vibración hizo que él gruñera de placer.
Fue entonces cuando Mika cambió la táctica. Se subió a la cama y se colocó sobre mí, sus muslos a cada lado de mi cabeza. Su sexo, depilado y hinchado, estaba a centímetros de mi boca. Yo negué con la cabeza, pero ella solo sonrió. «No tienes que hacer nada», dijo. Y entonces, bajó. Pero no hacia mi boca. Bajó su cuerpo hasta que su sexo rozó el mío. Y comenzó a frotarse contra mí, en un movimiento lento, circular, implacable. Era tijera pura, cruda. La fricción era intensa, eléctrica. Cada movimiento suyo empujaba sus pliegues contra mi clítoris, y el efecto fue instantáneo: una ola de placer tan brutal que grité. Él, encima, aprovechó para bombear más rápido en mi boca, ahogando mis sonidos.
Mika era una artista. Movía sus caderas con una pericia obscena, variando la presión y el ritmo, mirándome fijamente a los ojos mientras lo hacía. Yo estaba atrapada entre los dos, completamente sometida a su voluntad. Él se corrió primero, un chorro caliente y amargo que tragué automáticamente. Inmediatamente después, Mika alcanzó su clímax, restregándose contra mí con furia, sus gemidos agudos llenando la habitación. El espasmo de su cuerpo against mine triggered el mío propio, un orgasmo violento que me hizo temblar de pies a cabeza, una descarga que pareció sacar toda la energía de mi cuerpo.
Quedamos los tres jadeantes, sudados, en un silencio solo roto por nuestra respiración entrecortada…
Y ese era sólo el comienzo
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