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Mi novio quiso compartirme con otro hombre y despertó una fiera dentro de mi
Hola, digamos que me llamo Lalif. Tengo 30 años y llevo una década con el hombre de mi vida. Esos diez años han construido todo lo que soy: una carrera, un hogar compartido, sueños de una familia futura. Él es mi roca, mi cómplice, mi rutina segura. Hasta que, hace un año, esa rutina empezó a agrietarse.
No fueron gritos ni infidelidades. Fue un desgaste silencioso, un susurro constante de queja en la oscuridad de nuestro dormitorio. «Ya no es lo mismo, Lalif», me decía, su mano acariciando mi espalda con una distancia nueva. «El sexo se ha vuelto mecánico. Nos falta… chispa. ¿No te gustaría experimentar?» Al principio, el solo pensamiento me repelía. Éramos nosotros. ¿Qué más podíamos necesitar?
Pero lo amo. Y ver la sombra de insatisfacción en sus ojos, una sombra que yo misma empezaba a reconocer en los míos, fue más fuerte que mis reparos. Accedí, con el corazón en un puño, a abrir nuestra cama. Su idea inicial fue una mujer. Encontró a alguien en una app, una chica joven y segura de sí misma. La noche fue un torbellino de nervios para mí. Sentí su piel contra la mía, sus labios donde solo los de él habían estado, y fue… extraño. Incómodo. Pero luego miré a mi novio. Su rostro estaba transfigurado por un placer puro, voraz, que no le había visto en años. Sus ojos brillaban mientras observaba, mientras participaba. Y ese brillo, esa chispa que volvía a encenderse en él por mi causa, aunque fuera de esta manera retorcida, me inundó de una calidez extraña. Hice eso por él. Le di eso.
Eso allanó el camino para la segunda propuesta: un hombre. Esta vez, la búsqueda fue conjunta. Salimos a un bar, con la misión tácita y perversa de cazar. La encontré en un tipo sentado solo, con una copa de whisky. No era excepcionalmente guapo, pero tenía una presencia, una calma cargada que se sentía desde lejos. Se llamaba… bueno, el nombre no importa. Lo llamaré Leo, por la mirada felina que posó en mí. La química fue instantánea y eléctrica. No eran solo miradas, era un campo de fuerza que nos atrajo a los tres. Las conversaciones fluyeron, las risas fueron genuinas, y la tensión sexual se hizo tan espesa que podía cortarse. Mi novio, excitadísimo, tomó la decisión. «Vamos al hotel», dijo, y su voz temblaba de anticipación.
En la habitación, la dinámica fue diferente desde el principio. Con la chica, mi novio había sido el centro. Ahora, Leo tomó el control con una autoridad natural y silenciosa que nos dejó a los dos paralizados. Me miró, y fue una mirada que me desvistió, que me leyó, que supo exactamente qué botones, hasta entonces desconocidos incluso para mí, debía presionar. «Él va a mirar», le dijo a mi novio, señalando una silla en un rincón. «Esta noche, ella es mía para descubrir.»
Mi novio, sorprendentemente, asintió y se sentó. Había una chispa de algo en sus ojos —¿celos? ¿Excitación?— pero se mantuvo en su lugar. Leo se acercó a mí. Su primer beso no fue suave. Fue una reclamación. Una boca experta, una lengua que dominaba la mía, unas manos que no titubeaban al desabrochar mi vestido y dejarlo caer al suelo. Sus dedos encontraron mi sexo y yo gemí. Estaba empapada, más que nunca. «Tan pronto, tan húmeda», murmuró contra mi piel, y sus palabras eran como caricias sucias. Me llevó a la cama y empezó un ritual de placer que no tenía nada que ver con lo que conocía.
Su boca en mis pechos no era tierna; era devoradora, hambrienta, mordisqueaba y succionaba hasta que el dolor se fundía con un placer punzante que me hacía arquear la espalda. Cuando bajó, separó mis piernas sin ceremonia. La primera caricia de su lengua en mi clítoris fue un shock eléctrico. No era el movimiento circular familiar de mi novio. Era una técnica precisa, una presión alternada, un juego de succiones y vibraciones que en menos de un minuto me tenía al borde, gritando en un tono que no reconocía como mío. «No todavía», ordenó, deteniéndose, dejándome temblando y suplicante en el vacío.
Entonces me dio la espalda. «Ponte a cuatro patas», dijo, su voz era grave, una orden. Lo hice, sintiendo mi corazón latir en la garganta. Lo oí abrir un condón, y luego sentí la punta de su pene, enorme, desproporcionadamente grande, presionando mi entrada. No hubo preparación, solo una intrusión lenta, implacable, que me abrió de una manera que creía imposible. Grité, pero no de dolor. Era la sensación de estar siendo rellenada, estirada, poseída por completo. Cada centímetro que entraba descubría un nuevo punto de placer dentro de mí, lugares profundos e ignorados que estallaban en fuego.
Comenzó a moverse. Un ritmo devastador, profundo, cada embestida una promesa y una amenaza. Me agarraba de las caderas con fuerza, marcándome, y el sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación. Miré a mi novio. Estaba sentado, pálido, con la boca entreabierta, una mano en su entrepierna, acariciándose a través del pantalón. Verme así, siendo tomada por otro, lo excitaba visiblemente. Pero yo ya no pensaba en él. Mi universo se había reducido a la bestia que me penetraba, a la fiera que rugía dentro de mí, exigiendo más.
Leo cambió el ángulo, y de pronto, algo dentro de mí hizo click. Un punto, un botón nuclear que nunca antes había sido presionado. Un orgasmo cataclísmico me atravesó, un tsunami de placer que me sacudió desde las raíces del pelo hasta las puntas de los dedos de los pies. Grité, una cosa gutural, animal, y mi cuerpo se convulsionó alrededor de su pene. Él no se detuvo. «Otro», gruñó. Y como por arte de magia, mientras todavía me estremecía por el primero, un segundo orgasmo, más intenso, más profundo, empezó a acumularse y a estallar. Lágrimas de puro éxtasis rodaron por mis mejillas.
Perdí la cuenta. Fue una sucesión de climax, uno tras otro, cada vez que encontraba ese ángulo perfecto. Mi cuerpo era un instrumento que él sabía tocar con maestría brutal. Cuando finalmente rugió y se derrumbó sobre mí, yo era un despojo jadeante, cubierta de sudor y de mi propio placer, destruida y renacida.
Mi novio se acercó, excitado y tembloroso. «Dios, Lalif, nunca te había visto así… Fue la situación, ¿verdad? El morbo…», balbuceó, buscando en mis ojos una confirmación que yo no podía darle. Asentí, débilmente, porque la verdad era demasiado peligrosa: no era la situación. Era él. Leo. Y su pene, y sus manos, y su boca, habían despertado a una fiera hambrienta dentro de mí que ahora rugía, insaciable. Esa noche, mientras mi novio dormía exhausto y satisfecho a mi lado, yo permanecí despierta, sintiendo todavía el fantasma de Leo dentro de mí, sabiendo que algo se había roto para siempre. Había probado el néctar de los dioses, y la leche común ya nunca me saciaría.



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