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noviembre 12, 2025

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Mi loche con Luna

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Fue en mi último viaje a Brasil, por trabajo con la ONG. Habíamos terminado un taller pesado en una favela de São Paulo, y el cuerpo me pedía a gritos soltar toda la tensión acumulada. Mi hotel era modesto, de esos de tres estrellas cerca de la avenida Paulista, y después de una ducha larga, me conecté a una de esas apps que todos conocemos.

Swipe, swipe, y ahí apareció él. O ella. La verdad, en el perfil decía «Luna», y las fotos mostraban a una persona espectacular: pelo negro largo, unos ojos almendrados que te hipnotizaban, y un cuerpo que mezclaba curvas suaves con una definición que delataba horas de gym. En la biografía ponía «T-girl». Siempre me había dado curiosidad, pero nunca me había animado. Esa noche, con el calor brasileño pegajoso y la adrenalina del día, le di match.

La conversación fue directa. «Hola guapo, ¿buscas compañía?», me escribió. Yo, sin rodeos, le contesté: «Estoy en el hotel tal, habitación 304. Si te animas, pasa». La emoción de lo desconocido me tenía el corazón a mil. A los veinte minutos, sonó el timbre.

Al abrir la puerta, me quedé sin aire. Luna era aún más impresionante en persona. Medía como 1.80, llevaba un vestido negro ceñido que le marcaba unas caderas increíbles y unos pechos redondos y firmes que se insinuaban bajo la tela. Pero en su rostro, en la mandíbula cuadrada y en las manos grandes, se notaba el rastro de su masculinidad. Esa mezcla me volvió loco al instante.

«¿Julio?», preguntó con una voz que era un registro medio, suave pero con un timbre grave inconfundible.

«Sí, pasa, Luna», le dije, dejándola entrar. El vestido se movía con un vaivén hipnótico.

Cerré la puerta y sin más, me acerqué y la besé. Sus labios sabían a gloss con sabor a cereza, pero el beso era firme, apasionado. Sentí sus manos, grandes y fuertes, recorriendo mi espalda. Yo le agarré las nalgas a través del vestido y estaban duras, musculosas, pero con una redondez femenina. Era una sensación completamente nueva para mí.

«Quiero verte», le susurré en el oído, y ella, con una sonrisa pícara, se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo.

Llevaba un conjunto de lencería roja. Un corpiño que levantaba unos pechos perfectos, con pezones duros que se marcaban contra el encaje, y una tanga que apenas contenía lo que había entre sus piernas. Se notaba un bulto, un paquete generoso que la tela estiraba. Ver esa combinación, lo femenino de la lencería con la promesa de algo masculino escondido, hizo que mi verga se pusiera dura al instante, palpitando contra mi pantalón.

«Te gusta lo que ves, papi?», dijo Luna, pasando sus uñas largas por mi pecho.

«Me encanta», contesté, y me arrodillé frente a ella. Empecé a besar su estómago, sus caderas, mientras mis manos acariciaban sus muslos fuertes. Llegué a la tanga y, mirándola a los ojos para tener su permiso, se la bajé lentamente.

Ahí estaba. Su verga. No era enorme, pero sí bien formada, gruesa, con la cabeza rosada y un par de huevos pelones y apretados. Estaba semi-erecta, y al liberarse, empezó a crecer ante mis ojos. Era una vista surrealista y profundamente excitante. Una mujer tan bella, con un cuerpo de diosa, y una polla que se ponía dura para mí.

Sin pensarlo dos veces, me la llevé a la boca. El sabor era limpio, con un dejo salado. Luna gimió, una voz quebrada y genuina, y enterró sus dedos en mi pelo. «Así, papi, chúpamela bien», me dijo, y yo obedecí, chupándosela con ganas, lamiendo sus huevos, sintiendo cómo se ponía completamente rígida en mi boca. Era una sensación poderosa, saber que estaba excitando a alguien que poseía lo mejor de ambos mundos.

Después de un rato, ella me levantó. «Ahora es mi turno», dijo, y me empujó sobre la cama. Se quitó el corpiño y se subió encima de mí, cabalgando mi cara con su verga. Yo se la chupaba con devoción, mientras ella gemía y se movía. Luego, bajó y me desabrochó el pantalón. Cuando sacó mi verga, que ya estaba dura y goteando, sus ojos brillaron.

«Qué rica la tienes, papi», murmuró, y se la metió toda a la boca. Era una mamada experta, con unos labios que sabían exactamente cómo envolverla, con la lengua jugueteando en el frenillo. Yo gemía, con la cabeza hundida en la almohada, viendo a esta belleza travesti devorando mi polla. Fue una de las mejores mamadas de mi vida.

Pero Luna tenía otros planes. Dejó de chupármela y se puso de espaldas a mí, en posición de perrito. Su culo era una obra de arte, redondo, alto, con un hoyuelo en cada nalga. «¿Tienes condón?», preguntó, con la voz ronca de deseo. Asentí, casi sin aliento, y saqué uno del buró. Mientras me lo ponía con manos temblorosas, ella se untó lubricante en su entrada.

«Quiero que me des duro, papi. Como un hombre», me dijo, mirándome por encima del hombro. Esas palabras, «como un hombre», encendieron algo en mí. Un instinto posesivo, primitivo, que no sabía que tenía.

Me puse detrás de ella, alineé la cabeza de mi verga con su ano, que estaba relajado y lubricado, y empujé. La resistencia inicial fue mínima, y en un par de embestidas, estaba dentro por completo. El calor era abrasador, diferente a todo lo que había sentido antes. Era más apretado, más intenso. Luna gritó, un grito que era mitad dolor, mitad éxtasis.

«¡Sí, papi, así! ¡Dame toda tu verga!», gritaba, y yo, enloquecido, empecé a cogerla con una fuerza que me sorprendió a mí mismo. Agarré sus caderas y la embestía sin piedad, sintiendo cómo sus nalgas chocaban contra mis muslos. El sonido de nuestros cuerpos era húmedo y obsceno. Yo, que normalmente soy más pasivo, me sentía como un animal, un macho dominante usando su verga para poseer a alguien.

Luna se tocaba su propia polla al ritmo de mis embestidas, y gemía sin control. «¡Me vas a hacer venir, papi! ¡No pares!», suplicaba. Verla así, tan sumisa y a la vez tan poderosa, con su verga erecta moviéndose, me excitaba hasta límites insospechados. El olor a sexo y perfume barato llenaba la habitación.

Cambiamos de posición. La puse boca arriba y le levanté las piernas sobre mis hombros. Desde ahí podía ver su cara, contraída por el placer, y su verga, que palpitaba sobre su vientre. Seguí metiéndosela, ahora más profundo si cabía, y ella no dejaba de gemir mi nombre. «Julio, Julio, me encanta tu verga dentro de mí».

Esa fue la gota que colmó el vaso. «Yo también me voy», gruñí, y con unas embestidas finales y brutales, me corrí dentro del condón, con un gemido que salió de lo más profundo de mi ser. Mi cuerpo tembló, vaciándose en ella mientras yo miraba fijamente sus ojos, que estaban vidriosos de placer.

Casi al mismo tiempo, Luna gritó y un chorro blanco y espeso salió de su verga, manchándole el estómago y los pechos. Se había corrido sin siquiera tocarse, solo con el estímulo de mi verga en su culo.

Nos derrumbamos juntos, jadeantes, cubiertos de sudor. Mi corazón latía como si me fuera a estallar. Ella se recostó a mi lado, con su polla todavía semi-erecta y llena de su propio semen.

«Nunca me habían cogido así», dijo al rato, con una sonrisa cansada. «Te portaste como un verdadero macho».

Esas palabras se me quedaron grabadas. Esa noche, con Luna, descubrí una parte de mí que no conocía. No se trataba solo de coger con una chica trans, se trataba de explorar un rol que siempre había observado desde lejos. Usar mi verga no solo para recibir placer, sino para darlo con una intensidad cruda y posesiva. Fue sucio, fue intenso, y me dejó con la cabeza dando vueltas por días. Una experiencia que, sin duda, repetiría.

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