Mi jefe me ofreció plata por mandarle videos masturbándome
La pared medianera ha estado demasiado silenciosa estas últimas semanas. Demasiado. Ya extrañaba esos gruñidos guturales de mi vecino, ese sonido de pelvis golpeando carne que me hacía frotarme contra las almohada. Pero la novia, esa bruja flaca con mirada de halcón, empezó a poner caras cada vez que nos cruzábamos en el pasillo. No valía la pena el riesgo. Un corazón caliente es una cosa; una loca con llaves inglesa, otra muy distinta.
Así que mi libido, huérfana y revoltosa, buscó otro lugar donde posarse. Y lo encontró en la oficina. O más bien, él me encontró a mí.
Mi supervisor, Ricardo. Un tipo de cuarenta y pocos, con ese aire de hombre familiar que es pura fachada. Traje siempre impecable, anillo de matrimonio que brilla bajo los fluorescentes, y una sonrisa que no llega a los ojos. Pero sus ojos… sus ojos sí que hablan. Llevaban semanas recorriéndome el escote, midiéndome las caderas, imaginando lo que hay debajo de la blusa.
Todo empezó con un correo. «¿Podrías pasarte por mi oficina? Necesito revisar el informe mensual contigo.» Un viernes a las 6:30 PM, cuando el piso ya estaba desierto. El informe era una excusa tan transparente que casi me río.
«No te voy a dar rodeos» dijo, apoyándose contra su escritorio de caoba. Su mirada era un imán. «Eres la mujer más excitante que he visto en mi vida. Y estoy dispuesto a pagar por un poco de tu… atención.»
Mi corazón dio un vuelco contra mis costillas. No era la proposición en sí, era el morbo. El poder. Este hombre, que firma cheques y da órdenes, reducido a mendigar migajas de mi desnudez.
«¿Qué tipo de atención?» pregunté, fingiendo una inocencia que hacía rato había perdido.
Sacó el teléfono. Deslizó el dedo y me mostró una foto. Era una captura de pantalla de una de mis historias de Instagram, una donde salía en la playa con un bikini minúsculo. «Quiero verte. Así. Pero sin el bikini. O… usándolo de formas creativas.»
Una sonrisa lenta se dibujó en mis labios. «Eso suena caro»
«Dime el precio.»
Y así fue. Empezó con fotos. Primero, solo un pezón asomando por el borde del sostén, tomada en el baño de la oficina. Luego, una de mis bragas, empapadas, colgando de mis dedos. Él transfería el dinero al instante, con un mensaje que decía: «Invertir en ti es mi mejor decisión financiera.»
Pero las fotos pronto dejaron de saciarlo. Y a mí, la verdad, también.
«Quiero movimiento. Sonido,» me escribió una noche, después de su tercera transferencia de la semana. «Quiero verte venirte.»
Esa fue la chispa. Al día siguiente, fui a una sex shop y compré «El Verdugo». Un vibrador negro, grueso como mi puño, con una punta curva diseñada para encontrar el punto G. Esa misma noche, preparé el escenario.
Encendí las velas. Puse una lista de reproducción con música ambiental baja. Coloqué el teléfono en el trípode, con el modo de autodestrucción activado. No iba a dejar pruebas.
Empecé el video. Me recosté en la cama, con las piernas abiertas, y apoyé la punta fría del Verdugo en mi clítoris. Un escalofrío me recorrió. «Esto es para ti, jefe,» susurré a la cámara, y luego encendí el aparato.
La vibración fue instantánea, un zumbido profundo y sordo que resonó en mis huesos. Cerré los ojos, dejando que la sensación me inundara. Con una mano guié el vibrador hacia mi entrada, y con la otra me pellizqué los pezones hasta hacerlos doler. La cámara lo captaba todo: mi boca entreabierta, mi vientre arqueándose, la humedad brillante en mis muslos.
«¿Te gusta?» gemí, imaginando que era él quien me lo controlaba.
Subí la intensidad. El Verdugo rugió dentro de mí, encontrando ese lugar profundo que me hace ver estrellas blancas. Mis gemidos empezaron bajos, pero pronto se convirtieron en gritos desgarrados. «¡Sí! ¡Ahí, ahí mismo!»
Sabía que los vecinos lo oirían. Que la pareja de ancianos de al lado se estaría mirando con cara de susto, y que el estudiante de abajo probablemente se estaba jalando la verga con el oído pegado al techo. Esa idea, en vez de avergonzarme, me excitó más. Era pública y privada al mismo tiempo.
El orgasmo me golpeó como una descarga eléctrica. Un grito salió de mi garganta, tan fuerte y prolongado que me dolió. Mi cuerpo se sacudió incontrolablemente alrededor del vibrador, y una oleada de placer me dejó temblando y sin aire. Cuando por fin pude moverme, detuve el video y lo envié. Desaparecería en diez segundos.
La respuesta fue inmediata. Una foto. Su verga, gruesa y bien cuidada, con leche chorreando por el glande. «La mejor reunión de trabajo que he tenido,» decía el mensaje. «Mi mujer está en la otra habitación. No podía esperar.»
Una oleada de poder, caliente y dulce, me recorrió. Su matrimonio, su respetabilidad, todo era una mentira frágil que yo podía romper con un video.
Desde entonces, ha sido una espiral deliciosa. Le he enviado clips de mí usando el Verdugo en el escritorio de la oficina después de horas. De mí follándomelo con mis bragas en la boca para ahogar los gemidos. De mis dedos embadurnados de mi propio jugo, escribiendo su nombre en el espejo del baño.
Es cuestión de tiempo antes de que pida un encuentro real. Y cuando lo haga, el precio será mucho más alto. Porque ahora sé lo que vale mi silencio. Y lo que vale el suyo.
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