Mi hermano es todo un espectáculo
Ay, Dios, por dónde empiezo. Mi hermano, Rodrigo, vino anoche a la casa. Llegó de la Ciudad de México por algún asunto de su trabajo, todo fancy con su traje gris que le queda tan bien, marcándole los hombros anchos. Se veía cansado, pero aún así con esa sonrisa que siempre me ha gustado, la neta. Mis papás, como siempre, le tienen su cuarto listo, el que está al fondo del pasillo. Yo vivo con ellos, es una situación temporal, ya saben, la economía y eso.
Todo normal en la noche. Cenamos, platicamos un rato, él se fue a su cuarto temprano diciendo que tenía que madrugar. Yo me quedé viendo la tele un rato, pero luego me dio sueño y también me fui a mi cuarto, que está justo al lado del baño. Pues anoche me dieron unas ganas horribles de hacer pipí, como a las tres de la mañana. Me levanté medio dormida, con mi camisón viejo, todo arrugado, y salí al pasillo oscuro.
Iba pasando frente al cuarto de Rodrigo y, pues la puerta no estaba cerrada del todo, tenía una rendija. Y ahí fue donde lo vi. O más bien, vi el movimiento. La cobija se movía, arriba y abajo, con un ritmo… pues ya saben, un ritmo que no era de soñar. Me quedé congelada ahí, pegada a la pared, con el corazón a mil. Él se estaba masturbando. Se me secó la boca al instante. Podía ver su silueta a la luz de la luna que entraba por la ventana. Se movía lento, con ganas. Me entró una curiosidad tan cabrona que no me pude mover. Me escondí un poco más en la sombra y me quedé mirando, sintiendo cómo se me mojaba la entrepierna solo de imaginármelo.
No pude ver mucho anoche, la neta. Después de un rato, me entró el remordimiento y me fui al baño corriendo, pero ya ni ganas de hacer pipí tenía, solo de tocarme yo también, pero no me atreví. Regresé a mi cama y me pasé como una hora dándole vueltas a la idea, a su cuerpo bajo las sábanas.
Pero lo bueno, lo que realmente me prendió como cerillo, fue esta mañana. Me desperté temprano, como a las siete. Escuché que Rodrigo se movía en su cuarto, pensé que se estaba alistando para irse. Salí disimuladamente, pensando en preguntarle si quería café. Su puerta ahora sí estaba abierta de par en par. Y ahí estaba él, de pie, de espaldas a mí, junto a la cama. Solo tenía puestos los pantalones del traje, sin cinturón, abiertos. Y con la mano derecha, se la estaba jalandosela con una calma que me dejó sin aire.
No me vio. Yo me quedé ahí, escondida tras el marco de la puerta, mirando. Y, santo Dios, qué verga se carga mi hermano. No es exageración. Es larga, gruesa, con las venas marcadas, y un color moreno oscuro que contrastaba con su mano. La tenía empalmada, dura como un madero, y se la jalaba con un movimiento firme, de base a punta. La punta, morada y brillante, se le escapaba a veces entre sus dedos. Se le veía tan… apetecible. Tan rica. En ese momento, lo único que quise en esta vida fue agacharme y metérmela toda en la boca, sentir su peso en mi lengua, saborear el líquido que asomaba en su huequito.
Se le marcaban los músculos de la espalda con cada movimiento. Él tenía la cabeza ladeada, y podía ver su perfil, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Respirando hondo. Jadeando suave. Me recorrió un calor por todo el cuerpo, me latía la vulva a lo loco, y tuve que apretar las piernas para no gemir. Quería que me viera. Quería que supiera que su hermana menor, de treinta y seis años, lo estaba viendo y se estaba mojando por él.
De pronto, él abrió un poco los ojos y miró hacia la puerta. Por un segundo, creí que me había descubierto, y me congelé. Pero no me miró a mí, sino al espejo del clóset, que está justo frente a la puerta. Y en el espejo… en el espejo, nuestros ojos se encontraron. Él me vio. Me vio observándolo, con mis ojos seguramente muy abiertos, mi boca medio abierta, mi cuerpo pegado a la puerta. Se detuvo por una milésima de segundo, su mano se paró en medio de su verga. Yo pensé que se iba a enojar, a gritarme, a cubrirse.
Pero no. No lo hizo. Al contrario. Una sonrisa pequeña, casi imperceptible, se le dibujó en los labios. Y entonces, sin dejar de mirarme a través del espejo, volvió a empezar. Más lento ahora, más deliberado. Como si me lo estuviera mostrando. Como si supiera que yo lo quería y él me estaba dando el espectáculo. Me recorrió un escalofrío. Me sentí tan puta, tan expuesta, pero a la vez tan poderosa. Mi hermano se estaba masturbando para mí.
Pude ver cómo sus músculos abdominales se tensaban, cómo su respiración se hacía más rápida. Yo, sin poder contenerme, deslicé mi mano bajo mi camisón y me toqué. Rápido, desesperada, siguiendo el ritmo de su mano. Él me miraba en el espejo, y yo lo miraba a él, y era la cosa más perversa y excitante que me ha pasado en la vida. Sus gemidos se hicieron más fuertes, unos gruñidos bajos, guturales, que me llegaron directo al clítoris.
«Julia…», murmuró, tan bajo que casi no lo escuché. Pero lo escuché. Y decir mi nombre así, en ese momento, fue mi perdición.
Con la otra mano, él se agarró los huevos, que se le veían pesados, morenos, y los apretó. Su ritmo se volvió frenético, descontrolado. Yo me frotaba más rápido, ahogando un gemido en mi propia mano. Sabía que estaba a punto de correrme, y él también. Nuestros ojos, en el espejo, no se separaban. Era un duelo, una complicidad, una locura.
Él fue el primero. Un gemido largo y ronco le salió del pecho, y un chorro blanco y espeso salió disparado de su verga, cayendo sobre la cama deshecha y en su propia mano. Siguieron más, chorros potentes que marcaban el final de su placer. Verlo, ver cómo su cuerpo se estremecía, cómo su cara se contraía en ese éxtasis, hizo que yo también explotara. Un orgasmo violento y silencioso me sacudió, con mi cuerpo temblando contra el marco de la puerta, con los ojos cerrados, viendo estrellas.
Cuando abrí los ojos, él todavía estaba recuperando el aliento, limpiándose con un pañuelo. Me miró otra vez en el espejo, y esta vez su sonrisa era amplia, cómplice, y con un punto de soberbia. Como diciendo «ya sé lo que hiciste».
Yo, muerta de la vergüenza pero con el corazón aún encarrerado, me di la vuelta y me fui directo a mi cuarto, cerré la puerta y me recosté en la cama, sintiendo todavía los espasmos entre mis piernas.
No hemos hablado de esto. Él se fue a su trabajo como si nada, con su traje impecable. Pero cuando pasó junto a mí en la cocina, me puso una mano en el hombro y me apretó suavemente. No dijo nada. No hizo falta. El aire a su alrededor olía a su colonia, y a sexo. Y yo supe, con toda certeza, que esto no ha terminado. Que anoche fue solo el principio. Y que la próxima vez, no me voy a conformar con solo ver.
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