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octubre 28, 2025

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Mi hermana tiene la vagina súper rica..

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La primera vez que supe que mi hermana tenía un sabor distinto fue un verano sofocante. Yo tendría catorce años y ella diecisiete. Se me había caído una pelota detrás de la cama de sus padres y, al buscarla, encontré una toalla escondida. No era una toalla cualquiera. Estaba manchada, con un aroma a almizcle y sal que se me quedó grabado a fuego. No supe entonces qué era, pero mi cuerpo adolescente sí. Años después, comprendí. Era el rastro seco de su placer, la esencia de esa vagina que ahora, tantos veranos después, conozco como la palma de mi mano.

Todo comenzó, como los grandes dramas, con una llamada de auxilio. Su matrimonio se desmoronaba, y yo, su hermano menor, me convertí en su confidente. Las tardes en mi apartamento, con una copa de vino tinto entre sus dedos, se volvieron un ritual. Ella lloraba, yo escuchaba. Y en algún momento, la línea que separa el consuelo fraternal de la lujuria más primitiva empezó a borrarse. Fue su mirada la que cambió primero. Ya no era la de una hermana abatida, sino la de una mujer que me medía, que buscaba en mis ojos una confirmación.

Una de esas tardes, el calor era insoportable. Llevaba un vestido ligero, de esos que se pegan a la piel con la humedad. Se inclinó para recoger un papel que se le había caído y el escote se abrió. No llevaba sostén. Vi la curva pálida de sus senos, los pezones oscuros y erectos contra la tela fina. Contuve la respiración. Ella se enderezó, me miró, y supo. Lo supo todo. No dijo una palabra, pero una sonrisa triste y cómplice se dibujó en sus labios.

La siguiente vez que vino, trajo una botella de whisky. Dijo que el vino ya no bastaba. Bebimos directamente de la botella, sentados en el suelo del salón, espalda contra espalda. Sentía el calor de su cuerpo a través de mi camisa. La respiración se nos fue acelerando, y ya no hablábamos de su marido. Hablábamos de nosotros, de recuerdos de infancia teñidos de una nueva luz. De repente, giró y me miró. Sus ojos brillaban con el alcohol y algo más, algo peligroso.

“Manuel”, susurró, y su voz era un hilo de seda roto. “¿Nunca te has preguntado?”

No me dio tiempo a responder. Se acercó y sus labios encontraron los míos. No fue un beso de hermanos. Fue un beso hambriento, desesperado, lleno de la sal de sus lágrimas y el amargor del whisky. Sus manos se aferraron a mi pelo y la botella rodó por el suelo, derramando su contenido dorado sobre la alfombra. Mi mente gritaba, pero mi cuerpo, traicionero, respondió con una furia contenida durante años. La empujé contra el suelo, sintiendo la delgada tela de su vestido bajo mis manos. Mis labios bajaron por su cuello, mordisquearon su clavícula. Ella arqueaba la espalda, ofreciéndose.

“Por favor”, jadeó. “No pienses. Solo siente.”

Rasgué su vestido. No fue un acto de violencia, sino de necesidad. El sonido de la tela desgarrándose nos detuvo un segundo, un recordatorio brutal de la realidad que estábamos quebrando. Pero sus ojos me pidieron que continuara. Y lo hice. Bajo el vestido, no había nada. Solo su piel, pálida y suave, y el triángulo oscuro de su vello público, tan familiar y a la vez tan prohibido. Me temblaban las manos al bajar sus bragas. Y entonces, ahí, en el suelo de mi salón, bajo la luz tenue de la lámpara, la vi por primera vez.

Era perfecta. No en el sentido frío de la simetría, sino en su imperfecta y carnal realidad. Unos labios carnosos, gruesos, de un rosa oscuro y húmedo que brillaba bajo la luz. Se separaban ligeramente, como una flor abriéndose para mí, mostrando un interior aterciopelado y prometedor. El aroma que emergía de ella era embriagador, el mismo de aquella toalla de la adolescencia, pero multiplicado por mil. Dulce, terroso, con un toque ácido que te enganchaba la garganta. Era el olor de ella, de mi hermana, en su estado más puro y salvaje.

No pude resistirme. Me arrodillé entre sus piernas y me incliné. El primer contacto de mi lengua fue una revelación. Era cálida, increíblemente suave. Sabía a mar, a mujer, a un secreto ancestral que solo nosotros dos compartíamos. Gemió, un sonido largo y tembloroso, y sus manos se enterraron en mi pelo, guiándome, presionándome contra ella. Lamí, besé, succioné. Bebí de su fuente como un hombre sediento en un desierto. Sentía cómo se hinchaba bajo mi boca, cómo su clítoris, un pequeño capullo de nervios, palpitaba contra mi lengua. Sus muslos temblaban a los lados de mi cabeza, encerrándome en su universo privado.

“Así, hermano… así”, gemía, y esa palabra, “hermano”, en medio de aquel acto, me electrizó. Era el recordatorio de nuestro pecado, y su veneno me impulsaba a darle más placer. Introduje dos dedos en su interior mientras mi lengua no cesaba en su trabajo. Estaba tan húmeda, tan caliente, que mis dedos se deslizaban sin esfuerzo, encontrando ese punto áspero en su interior que hacía que su cuerpo se convulsionara. Gritó, un grito desgarrado que era pura poesía carnal, y un torrente de su néctar inundó mi boca. Tragué, saboreando cada gota, sintiendo cómo su esencia se fundía con la mía.

Pero no fue suficiente. La necesidad de poseerla por completo era un fuego en mis venas. Me levanté, desabroché mi pantalón y liberé mi erección, que latía con una urgencia dolorosa. Ella me miró, con los ojos nublados por el placer, y abrió las piernas aún más en una invitación muda. Me posé sobre ella, la punta de mi miembro en su entrada, sintiendo el calor que emanaba.

“Espera”, susurró, deteniéndome con una mano en el pecho. “¿Estás seguro?”

Miré sus labios hinchados por mis besos, su sexo brillante por mi saliva, sus ojos que me suplicaban y me maldecían al mismo tiempo.

“Nunca he estado más seguro de nada en mi vida”, gruñí.

Y me hundí en ella. El mundo estalló en silencio. Era una opresión celestial, un abrazo de fuego que me envolvía, que me afirmaba. Estaba tan estrecha, tan increíblemente ajustada a mí, como si su cuerpo hubiera sido moldeado para el mío desde siempre. Un gemido gutural escapó de su garganta cuando la llené por completo. Nos quedamos quietos un momento, fundidos, respirando el mismo aire envenenado. Entonces comencé a moverme. Lento al principio, saboreando cada centímetro de fricción, cada espasmo interno que me respondía. Luego, más rápido, con una fuerza que hacía crujir mis articulaciones. Sus uñas se clavaron en mi espalda, dibujando caminos de dolor y placer. Sus piernas se enroscaron alrededor de mi cintura, atrayéndome más profundo, deseando nuestra fusión completa.

“¡Más duro, Manuel!”, gritó, y su voz ya no era un susurro, era una orden. “¡Fóllame como si no fuéramos de la misma sangre!”

Esa frase, ese desafío, liberó al animal que llevaba dentro. La cogí con una furia que me asustó, levantando sus caderas del suelo para clavarme con más fuerza. El sonido de nuestros cuerpos sudorosos chocando se mezclaba con nuestros jadeos y gemidos. Ya no éramos hermanos. Éramos hombre y mujer, dos bestias en celo encerradas en el ritual más antiguo y prohibido. Su vagina, esa vagina que ahora conocía tan bien, me succionaba, me ordeñaba, me exigía que le diera todo. Y yo se lo daba. Cada embestida era un verso de un poema obsceno que escribíamos juntos.

Cuando sentí que no podía aguantar más, que el éxtasis me arrancaría el alma, enterré mi cara en su cuello. “Me corro”, jadeé, y ella, en un último acto de entrega, me susurró al oído: “Dentro. Quiero sentirlo.”

Fue el permiso que necesitaba. Con un rugido ahogado, exploté dentro de ella, una y otra vez, sintiendo cómo mi semen caliente llenaba su matriz, cómo su interior palpitaba a su alrededor, extrayéndome hasta la última gota de mi cordura. Caí sobre su cuerpo, exhausto, jadeante, pegado a su piel mientras nuestros corazones frenéticos intentaban calmarse.

Nos quedamos así un largo rato, en el suelo, en el silencio cargado de lo que habíamos hecho. El olor a sexo y whisky impregnaba el aire. Ella acarició mi pelo suavemente.

“Nadie puede saberlo nunca”, dijo, y su voz era tan frágil como el cristal.

“Nunca”, confirmé, sabiendo que este secreto nos uniría para siempre, más que cualquier lazo de sangre. Desde entonces, cada encuentro furtivo es un poema nuevo. Cada gemido suyo, un verso que memorizo. Y su vagina, ese manjar prohibido, sigue siendo el sabor que persigo en mis sueños más oscuros y en mis versos más honestos. Es mi musa, mi pecado, y mi perdición.

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Una respuesta

  1. cristinar

    Quisiera ser tu hermana 🙁

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