Mi familia practica el iNc3stO
Tenía diecinueve años y estaba en mi casa, en Corrientes, encerrado en mi habitación. Era una de esas tardes de calor pesado que te pegan al sillón. Yo estaba re perdido en la Play, matando zombies o algo así, en pantalón corto y sin remera, re en mi mundo. De repente, la puerta se abrió sin avisar. Era mi prima, la mayor, la que me lleva como doce años. Para mí, con mis diecinueve, ella era una señora, pero una señora buenísima, siempre con una mirada que me recorría y me dejaba medio nervioso.
Ese día estaba más rara todavía. No dijo «hola», ni «¿qué jugás?». Nada. Cerró la puerta con la espalda y se quedó mirándome, con una sonrisa chueca que no prometía nada bueno. Yo me quedé con el control en la mano, preguntándome qué carajo pasaba. «¿Todo bien?», le tiré, medio boludo.
Ella no contestó. En silencio, cruzó la habitación hasta quedarse parada frente a mí, entre la tele y yo. Me tapaba la pantalla. Y ahí, sin una palabra, se agarró la remera por la nuca y se la sacó de un tirón. Abajo no tenía corpiño. Mis ojos se le fueron directo a las tetas, redondas, más grandes de lo que me imaginaba, con unos pezones oscuros y duros que parecían apuntarme. Se me secó la boca al instante. «¿Qué hacés?», alcancé a decir, pero mi voz sonó como un chillido.
En vez de contestar, agarró el control de la Play de mis manos, que estaban todas sudadas, y lo tiró al sillón. «Callate», dijo suave, pero con una voz que no admitía chiste. Después, se dio vuelta. Se bajó el short jean que llevaba, y la bombacha, de una. Y ahí estaba, de espaldas a mí, con el culo al aire. Un culo redondo, blanco, con dos hoyitos en la base que me hipnotizaron. Y en el medio, su rajita, oscura, con unos pelitos cortitos y cuidados.
«Chupame el culo», ordenó. No lo pidió. Lo ordenó.
Yo me quedé paralizado. No era solo que nunca había chupado un culo, es que nunca había tenido una mujer tan cerca, y menos una prima. Mi cabeza era un lío de confusión y de una calentura que me empezaba a hervir la sangre. «Pero…», intenté protestar, pero ella ya se estaba inclinando sobre el brazo del sillón, apoyando las manos y arqueando la espalda, presentándome ese culo a la altura de mi cara.
«Ahora, cosito», repitió, y esa vez su tono era más impaciente, más burlón.
Con las manos temblando, me acerqué. El olor me llegó primero. No era feo, para nada. Era un olor a limpio, a jabón, pero con algo más, un olor a piel, a calor, a algo profundamente femenino que se me metió en la nariz y me mareó. Era la primera vez que olía un culo de tan cerca, y era el culo de mi prima. Me latía la verga como un loco, apretada contra el pantalón corto. Me acerqué más, hasta que mi cara estuvo a centímetros de esa piel blanca. Podía ver todos los detalles, los poros, una pequeña peca que tenía cerca de la raya.
Cerré los ojos y saqué la lengua. El primer contacto fue con la piel de una de sus nalgas, suave, salada por el sudor de la tarde. Ella gimió, un sonido bajito que me electrizó. Después, guiado por una fuerza que no era mía, mi lengua se deslizó hacia el centro, hacia ese surco oscuro. Pasé la punta por toda su raya, desde arriba hasta abajo, lento, sintiendo la textura de su piel, más fina ahí, más sensible. Sabía a sal, a algo terroso, a pura lujuria.
«Meté la lengua más», murmuró ella, empujando su culo contra mi boca.
Abrí la boca un poco más y apreté la cara contra ella, metiendo la lengua en su ano. Era pequeño, apretado, y sentí cómo se contraía al contacto con mi lengua. Era raro, íntimo, prohibidísimo, pero cada gemido que ella soltaba me daba permiso para seguir. Chupé, lamí, besé ese lugar que nunca me había imaginado tocando. Mis manos, casi sin que me diera cuenta, se agarraron de sus nalgas, abriéndolas más, hundiendo los dedos en esa carne blanda y caliente. Podía oler y saborear todo, su cono, que estaba brillante y mojado justo debajo, y su culo, que ahora era mi único mundo.
Ella se movía contra mi cara, frotándose, buscando más presión. «Sí, así, así, mi cosito lindo», jadeaba. Una de sus manos soltó el sillón y se metió entre sus piernas. La escuché frotar su clítoris, sus dedos moviéndose rápido, mojados. El sonido era obsceno, húmedo, y me volvía aún más loco. Yo seguía con mi lengua, más profundo, más sucio, sintiendo cómo su cuerpo entero respondía a lo que le hacía.
Después de lo que pareció una eternidad, pero que seguro fueron unos minutos, ella gritó, un grito ahogado y tembloroso. Su cuerpo se puso rígido y sentí cómo su ano se apretaba alrededor de mi lengua en una serie de espasmos rápidos. Se había venido, solo con que le chupara el culo. La idea me dejó aturdido.
Cuando se relajó, se enderezó un poco, pero no se dio vuelta. «Ahora», dijo, con la voz ronca, «sacate la ropa y acostate en la cama».
Yo, todavía de rodillas, con la boca y la barba mojadas, con el sabor a su piel en la lengua, obedecí como un autómata. Me quité el pantalón corto y la ropa interior de un tirón. Mi verga estaba dura como una piedra, roja y palpitando. Me tiré boca arriba en mi cama, mirando el techo, sin poder creer lo que estaba pasando.
Ella por fin se dio vuelta. Sus tetas colgaban un poco hacia abajo, pero eran hermosas. Su pelo estaba despeinado y tenía una sonrisa de satisfacción salvaje en la cara. Me miró de arriba abajo, deteniéndose en mi verga. «Qué lindo tenés», dijo, como si comentara el clima. Después se subió a la cama y se puso a horcajadas sobre mis piernas, pero sin tocarme todavía. Se inclinó hacia adelante, apoyando las manos a los costados de mi cabeza, y sus tetas quedaron colgando sobre mi boca.
«Chupame las tetas, pendejo puto», me ordenó, y yo no necesité que me lo repitiera. Abrí la boca y me tragué uno de sus pezones, chupándolo, mordisqueándolo suavemente. Ella gimió y empezó a mover las caderas, frotando su concha mojada contra mi muslo. Sentía su calor, su humedad, manchándome la piel. Con la otra mano, ella agarró mi verga y empezó a jalármela, con una fuerza que me hizo contorsionar. «Te gusta que tu prima sea una puta, ¿no?», me susurró al oído, mientras su mano subía y bajaba por mi palo. «Te gusta que te use.»
No podía hablar, solo podía gemir, con su pezón en la boca y su mano en mi verga. El olor a sexo llenaba la habitación, mezclado con el olor a su culo que todavía tenía en la nariz. Era demasiado, todo era demasiado intenso. Sentía que me iba a correr en cualquier segundo.
Ella lo notó. «No todavía», dijo, y soltó mi verga. Se movió, posicionándose sobre mi, agarrando mi miembro con una mano para guiarlo. «Mirá», dijo, y bajó la mirada. Yo miré también. Vi la cabeza de mi verga, morada y brillante, presionando contra sus labios, empapándolos de su propio jugo. «Vas a meterla toda, y vas a follarme como un hombre, ¿entendiste?»
Asentí, sin aliento. Con un movimiento lento y deliberado, se sentó sobre mí. La sensación de entrar en ella fue abrumadora. Un calor húmedo, una opresión celestial que me envolvió por completo. Estaba increíblemente apretada. Grité, no pude evitarlo. Ella también soltó un jadeo largo, cerrando los ojos por un segundo, como si le costara acostumbrarse. «Así…», respiró hondo. «Dios, qué grande tenés, cosito.»
Y entonces empezó a moverse. Primero lento, subiendo y bajando, dejando que me acostumbrara a la sensación de estar dentro de mi prima. Después, más rápido, más decidida. Sus tetas rebotaban frente a mi cara, y yo las agarré, las apreté, les pellizqué los pezones. Ella gemía, diciendo obscenidades, llamándome su pendejo, su juguete. El sonido de sus nalgas chocando contra mis muslos era un ritmo primal que llenaba la habitación.
Cambiamos de posición. La puse a cuatro patas, sobre la cama. Desde atrás, la vista era aún más increíble. Mi verga, ya brillante con sus fluidos, entraba y salía de su concho, y yo podía ver todo, cómo se le abría, cómo se le estiraban sus labios oscuros con cada embestida. Agarré sus caderas con fuerza y empecé a cogerla como un animal, sin control, sintiendo cómo el calor se me acumulaba en los huevos, una presión que ya no podía contener.
«Me voy a venir», gemí, mis dedos se clavaban en su piel.
«Adentro», gritó ella, mirándome por encima del hombro, con los ojos vidriosos. «Correte adentro de tu prima, pendejo de mierda.»
Esas palabras fueron el gatillo. Un espasmo violento me recorrió de los pies a la cabeza y descargué dentro de ella, con unos gemidos que no sonaban míos, vaciándome por completo en sus profundidades. Ella gritó también, su cuerpo se estremeció con otro orgasmo, apretando mi verga con sus contracciones internas hasta sacarme la última gota.
Caí sobre su espalda, agotado, jadeando, pegado a su piel sudorosa. El olor a nosotros, a sexo incestuoso, era abrumador. Nos quedamos así un buen rato, hasta que ella se movió y yo me deslicé fuera de ella. Me tiré a su lado, mirando el ventilador en el techo, sintiendo cómo mi corazón intentaba salírseme del pecho.
Ella se dio vuelta y me miró. «No le digas a nadie», dijo, pero no era una súplica, era otra orden. Después se levantó y empezó a vestirse, como si nada hubiera pasado.
Yo me quedé ahí, en la cama, con el sabor a su culo todavía en mi boca y el olor a su concho en mis sábanas. A los diecinueve años, mi prima mayor me había iniciado en un mundo del que ya no podría salir. Y lo peor, o lo mejor, es que no quería hacerlo.



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