Mi compa 'hetero' no aguantó una mamada de culo
Veinte años de casado, tres hijos, esa casa de barrio ordenada con olor a lasagna los domingos. Y ahí estaba Martín, mi amigo del colegio, el mismo que defendía a los golpes a los maricones en la secundaria, mirándome como si acabara de descubrir el agua tibia.
Todo empezó con un whisky de más. Él preguntando «cómo es eso de que te gusten los tipos» con esa curiosidad de adolescente virgen. Yo, boludo, le expliqué como si fuera documental de National Geographic. Hasta que soltó la bomba: «Y… alguna vez te dio ganas conmigo?». El silencio pesó más que su aliento a Johnnie Walker.
Le dije la verdad. «Sí, pelotudo. En quinto año, cuando te duchabas después de futbol». Se rió nervioso, se ajustó el bulto en el pantalón y dijo «uh, pará, no sabía». Pero se le notaba el interés en los ojos, esa pupila dilatada que delata cuando la sangre baja de la cabeza a otra parte.
Fue él quien se bajó el cierre. «Y… cómo es?», dijo mostrándome media pija ya medio dura. «Como la tuya, pero con dueño varón», le tiré sarcástico, pero me acerqué. Olía a jabón y a testosterona, ese aroma a hombre recto que siempre me volvió loco.
Empecé chupándosela como si fuera el último acto de mi vida. Blanda al principio, después dura como mármol en mi boca. Pero lo divertido fue cuando bajé a los huevos. Ahí el tipo empezó a respirar como asmático. «No jodas,.. eso no me lo hace ni mi mujer».
Claro que no, idiota. Las mujeres no tienen pija, quería decirle, pero tenía la boca ocupada. En vez de eso, le metí un dedo en el culo por encima del pantalón. Se puso tenso, después se relajó, después empujó contra mi mano como perra en celo.
«Pará, pará… qué mierda haces?», dijo, pero ya estaba abriéndose las nalgas con las manos. Le baje el jean hasta los tobillos ahí mismo en el sillón de su casa, con la tele prendida en un partido de Boca. El culo apretado, velludo, de esos que no conocen la luz.
Cuando se la empecé a chupar ahí, el tipo gimió como si le sacaran un órgano. «Dios, por ahí no…», mentira, quería más. Se vino en quince segundos, chorros blancos sobre el almohadón que su mujer bordó con «home sweet home».
Pero ahí no terminó. El muy hijoputa, en vez de correr avergonzado, me dio vuelta como a una tortilla y me bajó el pantalón de un tirón. «Te voy a coger, maricón de mierda», me dijo con una voz que no le conocía, áspera, animal.
Y lo hizo. Sin lubricante, sin cuidado, como castigándome por hacerle sentir lo que sentía. Cada embestida me aplastaba contra el mismo sillón donde debe sentarse a ver el fútbol con los pibes. Yo gemía de dolor y placer, él jadeaba como loco, sudándome en la espalda.
«Decí que te gusta, puto», me ordenó, agarrándome del pelo. «Me gusta, me recontra gusta», le dije, riéndome por dentro de lo predecible que era su machismo incluso en éstas.
Cuando se corrió adentro mío, fue con un quejido que parecía de agonía. Después, silencio. Se vistió en cinco segundos, fue a fumar a la ventana sin mirarme. «Esto no pasó», dijo. «Claro que no», mentí.
Ahora no me responde los mensajes. Su mujer subió fotos de ellos en Mar del Plata. Yo acá, con el culo dolorido y la satisfacción de saber que su matrimonio perfecto es tan frágil como mi paciencia.



Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.