Desde que mi hermano trajo a esa morrita a la casa, no he podido pensar en otra cosa. Brenda se llama, tiene 21 años y un cuerpazo que te juro que no es de este planeta. Mi hermano, el muy pendejo, ni la cuida. La trae aquí y la deja que se pasee como si nada. Y ella, la muy puta, sabe lo que hace. Nomás se pone unos shorts miniatura que se le meten entre las nalgas, de esos que parecen calzones pero de tela. Cada que se agacha para agarrar algo de la refri, se le asoma medio culo, redondito y firme, como dos pelotas perfectas. O se sube a una silla y se le estira la playera, y ahí se me aparecen sus chichis, redondas y con unos pezones que se le marcan duritos. Me la paso todo el día con la verga dura, imaginándome cómo han de ser esas tetas sin ropa.

Pero lo peor, o lo mejor, pasa en las noches. Cuando se quedan a dormir, mi cuarto está junto al de mi hermano. Y no mames, la pared es tan pinche delgada que hasta escucho cuando respiran. Pero cuando empiezan a coger… es otro pedo. Se escucha todo. El ruido de la cama golpeando contra la pared, a un ritmo que se va poniendo más y más rápido. Los gemiditos de Brenda al principio, suavecitos, como si se estuviera aguantando. «Ay, Carlos, así…» Y luego los gruñidos de mi hermano, el güey que le dice cosas: «¿Te gusta, puta? ¿Así te gusta?».

Yo, en mi cuarto, en la oscuridad, nomás no puedo evitarlo. Me bajo el boxer y me empiezo a jalar la verga con ganas, con la mano bien aceitada con mi propia saliva. Escucho cada gemido, cada golpe, y me imagino que soy yo el que está ahí. Que soy yo el que tiene a Brenda debajo, con esas piernas abiertas. Que soy yo el que le está metiendo la verga hasta el fondo, sintiendo lo caliente y apretado que ha de estar adentro. Me imagino que le estoy mordiendo el cuello mientras se la meto, que le agarro las nalgas con las dos manos y se las aprieto, marcándole los dedos en la piel. Me la jalo imaginando que le estoy dando por el culo, que ella está de perrito y yo se lo empujo tan fuerte que la cama se va contra la pared. En mi cabeza, ella ya no está gimiendo el nombre de mi hermano, está gritando el mío. «¡Fóllame, Andrés, más duro, cabrón!».

A veces se me sale un gemido y me tengo que morder el brazo para no hacer ruido. Me corre el sudor por la frente y siento cómo se me tensan los huevos, listos para reventar. En la pared, el ritmo de los golpes se acelera, y los gemidos de Brenda se vuelven más agudos, más desesperados. «¡Sí, sí, ahí, me voy a venir!». Y yo, jodiendo, me imagino que es por mí. Que esos gritos son porque le estoy dando tan rico que ya no puede más. Siento un calor en el estómago, una presión que no aguanto, y acabo soltando un chorro de leche que me llega hasta el pecho, calladito, jadeando como perro en agosto. Del otro lado, solo quedan silencio y jadeos.

Al día siguiente, Brenda sale de la habitación con una pamela puesta y una sonrisa. Se sienta a desayunar y me pregunta «¿Qué pasó, Andrés, dormiste bien?». Yo nomás asiento, pero por dentro me está hirviendo la sangre. La veo morder un panecillo y no puedo dejar de imaginar esos labios rojos alrededor de mi verga. La muy zorra lo sabe, estoy seguro. A veces, cuando mi hermano no está viendo, me lanza una miradita que me deja la piel chinita. Como desafiándome, como diciendo «¿A poco sí le entras?». Y yo, en mi mente, ya me la estoy cogiendo en la mesa de la cocina, con los huevos revueltos fríos como testigos. Pinche vida, esto me va a volver loco. O ya me volvió.