me masturbe tanto
Anoche fue una de esas noches en las que mi cuerpo no me obedece para nada, tipo, tengo una batalla interna constante, ¿me entienden? Por un lado, está Yessika la hija de papi, la futura odontóloga que sueña con vestido blanco y todo eso súper tradicional. Pero por el otro, está esta Yessika que… uff, es otra cosa. Una chama que se prende con solo rozarse un poquito y que no puede parar hasta que queda hecha un flan en la cama. Y anoche ganó esa, con todas las de la ley.
Todo empezó bien normalito, o sea, nada que ver. Había cenado con mis papás, vimos una película familiar súper aburrida (de esas que papi elige y uno tiene que fingir interés), y como a las ocho, dije que estaba cansada y me fui a mi cuarto. Mentira, obvio. No estaba cansada. Estaba… inquieta. Esa sensación rara que te recorre la piel y te hace sentir todo más sensible, ¿saben? Me bañé, me puse mi cremita de vainilla, y en vez de ponerme pijama, hice lo de siempre: me acosté totalmente desnuda. Desde hace tiempo que duermo así, porque siento que las telas me molestan y, para ser sincera, me gusta la sensación de las sábanas frescas rozando mi piel. Es como… liberador.
Me metí bajo las cobijas, todo correcto. Pero apenas apagué la luz y me acomodé de lado, sentí como mi mano, casi por voluntad propia, empezó a deslizarse por mi cuerpo. Comencé por las piernas, que tengo bien cuidadas, o sea, me depilo siempre y me gusta que se sientan suaves. Mis muslos, sobre todo la parte interna, que es súper sensible. Un cosquilleo delicioso me subía desde ahí directo a… bueno, a todos lados. Después, mis manos subieron a mis caderas y se detuvieron en mis nalgas. Ay, no sé por qué, pero me encanta agarrármelas. Son redonditas, firmes (gracias al gym que odio pero que mi mami me obliga a ir), y cuando las aprieto siento una posesión rara sobre mi propio cuerpo. Fue ahí cuando empecé a mojarme. De verdad, fue instantáneo. Solo con acariciarme las nalgas y pensar en lo prohibido que sería que alguien más las estuviera agarrando así, con ganas, se me hizo un nudo en la garganta y sentí ese calor húmedo entre mis piernas.
No pude evitarlo. Mi mano derecha siguió su camino, pasó por mi vientre (plano, gracias a Dios, porque como dulce como una loca) y llegó a mis tetas. Ahí me detuve un rato más. Me encantan mis tetas, son no tan grandes, una copa B, pero son firmes y mis pezones son súper sensibles. Empecé a pellizcármelos suavemente, y se pusieron duros al instante, como dos botoncitos que piden atención. Los froté con las yemas de mis dedos, haciendo círculos, y un gemido bajito se me escapó. Tuve que morder el canto de la almohada para no hacer ruido, porque mis papás tienen el cuarto al lado y, o sea, imagínense el papelón.
Pero ya en ese punto, era inútil parar. Era como si hubiera prendido un motor que no tenía freno. Mi mano izquierda, mientras la derecha seguía en mis pechos, bajó directo, sin rodeos, a mi pepita. Y ahí, ay, Dios santo. Ya estaba empapada. No exagero, sentí mis dedos resbalar con mi propio jugo. Fue tan húmedo y tan caliente que casi grito. Empecé a tocarme, solo al principio, frotando mi clítoris con movimientos lentos, saboreando la sensación. Cada roce era una chispa eléctrica que me recorría desde la punta de los dedos de los pies hasta el cuero cabelludo. Cerré los ojos y empecé a imaginar. Es lo malo de tener tanta fantasía, que una se imagina cosas. Y anoche… bueno, anoche mi imaginación estaba en modo turbo.
Me imaginé que no estaba sola. Que había alguien conmigo en la cama. Alguien con manos grandes y ásperas que me agarraban las nalgas con fuerza, que me decía cosas al oído, cosas sucias que a mi Yessika buena le darían vergüenza, pero a esta Yessika caliente le vuelven loca. Me imaginé que eran sus dedos los que se metían en mí, no los míos. Y eso me hizo acelerar el ritmo. De una caricia pasé a meter dos dedos, profundos, sintiendo cómo mi cuerpo los recibía y los apretaba. Me movía contra mi propia mano, buscando más fricción, más profundidad. Ya estaba jadeando, la respiración entrecortada, y sabía que el primer orgasmo estaba cerca.
Y vino. Fue rápido, intenso, un temblor que empezó en mi vientre y se expandió como una ola hasta las puntas de mis dedos. Gemí, ahogando el sonido en la almohada, y mi cuerpo se arqueó por unos segundos deliciosos. Pero, o sea, nada que ver. Eso solo fue el calentamiento. Porque en vez de sentirme satisfecha, sentí más hambre. Más necesidad.
Ahí fue cuando, todavía temblorosa, extendí el brazo hacia el cajón de mi mesita de noche. Lo abrí, y mis dedos encontraron exactamente lo que buscaban: mi consolador. Es uno rosado, no muy grande, pero con una textura que me vuelve loca. Lo agarré, le puse un poquito de lubricante (aunque la verdad, con lo mojada que estaba, ni lo necesitaba), y sin más preámbulos, me lo coloqué en la entrada.
La sensación de que algo que no es parte de ti te entre así, te llene, es… no sé cómo describirlo. Es posesivo. Es como si mi cuerpo dijera “por fin”. Y anoche, yo estaba con unas ganas brutales. No fue un movimiento suave, no. Fue directo, profundo, y con fuerza. Me lo metí de una, sintiendo cómo se abría paso dentro de mí, rozando ese punto exacto que me hace ver estrellas. Un “ahhh” gutural salió de mi boca, y ahí ya no me importó nada. Que si mis papás escuchaban, que si el mundo se acababa. Yo necesitaba eso.
Empecé a moverlo, al principio con un ritmo constante, pero pronto se volvió algo salvaje. Me follaba a mí misma con una desesperación que me asustó un poco. Era como si todas las frustraciones del día, todas las ganas reprimidas de ser la niña buena, salieran por ese movimiento. Lo metía y lo sacaba, el sonido húmedo llenando la habitación, mezclado con mis jadeos y gemidos cada vez más altos. Me cambié de posición, me puse a cuatro patas, y seguí, dándome desde atrás, imaginando que era un hombre el que me dominaba, el que me decía que era su puta. Esas palabras en mi cabeza me prendían más y más.
Y me vine. Otra vez. Esta vez fue más largo, más profundo, un espasmo que me hizo gritar bajito y agarrar las sábanas con fuerza. Pensé que después de ese ya pararía. Pero no. Me saqué el consolador, jadeé un minuto, y sentí que la calentura no se iba. Al contrario, estaba como en un loop. Me toqué de nuevo, con los dedos, y estaba aún más sensible, cada roce era una agonía dulce. En menos de cinco minutos, ya tenía el consolador otra vez en la mano, y otra vez dentro de mí.
Así pasó, no exagero, como cinco o seis veces. Perdí la cuenta en serio. Era una tras otra. Un orgasmo me llevaba al siguiente, como si mi cuerpo hubiera encontrado una fuente de placer infinita y no quisiera desconectarse. En un momento, estaba tan mareada y tan llena de sensaciones que hasta lloré un poquito, de pura intensidad. Era demasiado, pero demasiado bueno para parar.
Cambiaba de ángulos, de velocidades. A veces lento, saboreando cada centímetro que entraba y salía. Otras veces rápido, desesperada, buscando ese pico otra vez. Mis tetas rebotaban con mis movimientos, y con la mano libre me las apretaba, me pellizcaba los pezones, añadiendo más capas de placer a la locura que ya era.
Cuando por fin, como a la una de la mañana, mi cuerpo dijo “basta”, fue como si alguien desconectara un cable. Me dejé caer de espaldas en la cama, el consolador todavía dentro de mí, pero ya sin fuerzas para moverlo. Estaba empapada, no solo mi pepa, sino todo mi cuerpo. El sudor me pegaba el pelo a la frente y la sábana a la espalda. Jadeaba como si hubiera corrido un maratón. Y mi pepa… ay, mi pobre pepita palpitaba, adolorida pero satisfecha, como si me estuviera diciendo “gracias”.
Saqué el consolador con cuidado, lo limpié medio dormida, y lo guardé. Me costó un mundo arrastrarme al baño a limpiarme un poco, pero lo hice. Cuando volví a la cama, las piernas me temblaban. Me envolví en las cobijas, que ahora estaban calientes y con mi olor, y antes de que pudiera pensar en lo que había hecho, en lo depravada que podía sonar, el sueño me venció. Un sueño profundo, pesado, sin sueños.
Hoy me desperté con el cuerpo como adolorido, pero con una sonrisa tonta en la cara. Y la verdad, no me arrepiento. O sea, sé que está mal, que una señorita como yo no debería hacer esas cosas, y menos tan… excesivas. Pero, ¿saben qué? A veces el cuerpo pide lo que pide. Y anoche, el mío pedía una fiesta. Y se la di.


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