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Me cojo a mi suegra con permiso de mi esposa
Me llamo Damián, tengo 27 años, y mi esposa, Alicia, tiene 25. Llevamos tres años metidos de lleno en el ambiente swinger, una decisión que nos unió más que nunca. No tenemos secretos, nos lo contamos todo; los detalles más íntimos de nuestros encuentros con otras personas son el condimento que aviva nuestra propia pasión. Tenemos dos hijos que son nuestro mundo, y hemos logrado un equilibrio donde el amor familiar y el deseo más crudo coexisten sin problemas.
Mi suegra, Claudia, es una mujer de 50 años que parece de 40. Está conservadísima, con un culazo redondo y firme que, por suerte, heredó mi esposa. Pero su personalidad es todo lo contrario: es sumisa hasta decir basta. Cuando le hablas, agacha la mirada; es raro que te mire a los ojos directamente. Mi suegro le da una vida de perros. Es un tipo machista a más no poder, y Claudia siempre se desahoga con Alicia. Tienen una comunicación increíble, tan abierta que mi suegra sabe hasta el último detalle de nuestra vida swinger.
Hace unas semanas, en una de sus confesiones, Claudia le soltó la bomba a Alicia: lleva más de diez años sin tener relaciones sexuales completas. Lo único que hace mi suegro es usarla para su propio placer. Llega de trabajar, cena, se baja el pantalón y ella, solita y resignada, ya sabe que tiene que arrodillarse a chupársela hasta que él acaba. Lo mismo antes de dormir. Un rápido sexo oral, y ni siquiera un «buenas noches» le dirige. Mi esposa, lógicamente, le ha insistido en que deje a su papá, pero Claudia es de la vieja escuela, siempre responde con un «es la cruz que me tocó cargar». Fue entonces cuando Alicia, en un intento por darle algo de alegría a su madre, le propuso que le fuera infiel. Y de ahí, como era de esperarse, salió mi nombre.
Cuando Alicia me lo contó, me quedé helado. «¿Estás loca?», fue lo primero que se me escapó. Le tengo un respeto enorme a mi suegra, y la idea me pareció demasiado, incluso para nuestros estándares. «Eso ya está muy degenerado», le dije. Pero mi esposa no se rindió. Me explicó que su mamá ya había aceptado, que estaba nerviosa pero con ganas. No me hice tanto del rogar; la verdad, aunque me shockeó, una parte de mí empezó a imaginar ese cuerpo maduro y ese culo que siempre he disimulado mirar, y la curiosidad pudo más. Acepté.
Alicia lo planeó todo al detalle. Le diríamos a mi suegro que era un fin de semana para llevar a Claudia a un pueblo mágico, algo que ya hemos hecho antes. Él, como siempre, se negó a acompañarnos, así que para él sería un viaje normal. Mi esposa me dio instrucciones específicas: llevarla a un bar nice y después al Hotel Boutique La Casona, y que pidiera la suite con jacuzzi. Sabía exactamente lo que quería para su madre y para mí.
Llegó el día. Pasamos por Claudia y el silencio en el carro era tan espeso que se podía cortar con un cuchillo.
—Estoy muy nerviosa, hijos. No estoy segura de poder hacer esto —dijo al fin, con la voz temblorosa.
—Todo va a estar bien, mamá —la tranquilizó Alicia, tomándole la mano—. Damián es un caballero y yo confío plenamente en él. Déjate llevar, la vida es solo una y tenemos que experimentar. Mereces sentirte deseada.
Llegamos a su casa y Alicia se encerró con ella en el cuarto para arreglarla. Mi esposa conoce todos mis fetiches, todos mis gustos. Cuando Claudia salió de la habitación, casi se me sale el corazón del pecho. Llevaba puesto un vestido negro, corto y tremendamente ajustado que Alicia sabe que me vuelve loco. La tela era tan fina que, con la luz adecuada, se transparentaba la silueta de una lencería oscura. Le quedaba increíble, moldeando cada curva de su cuerpo maduro. Se notaba que estaba incómoda con lo corto, porque cada paso se le subía peligrosamente, mostrando unos muslos firmes. Tardamos un buen rato en convencerla de que era perfecto. Alicia nos dio un abrazo y nos dijo: «Tienen toda la noche. Disfruten». Su mirada era una mezcla de complicidad y genuina felicidad.
Subimos al carro y nos dirigimos al bar. Justo antes de bajarnos, Claudia rompió el silencio.
—Damián, sabes… estoy terriblemente incómoda. Nunca en mi vida me había puesto una tanga. ¿Te molestaría mucho si me la quito?
—Claro que no, señora —respondí, tratando de sonar calmado—. Siéntase en completa confianza. Quiero que esta noche sea perfecta para usted.
Aproveché y encendí la luz interior del coche con la excusa de buscar mis gafas de sol. Ella, con una torpeza adorable, se metió la mano bajo el vestido y se quitó la tanga. Cuando la sacó y la dejó en la guantera, mi corazón se detuvo. Al moverse para acomodarse, el vestido se abrió un poco y pude vislumbrar, justo en el encuentro de sus muslos, una espesa mata de vello púbico negro. En mis 27 años, jamás había visto una panocha tan salvajemente peluda. No soy discriminatorio, para mí todas son únicas, pero la vista era tan primitiva y excitante que se me secó la boca.
En el bar, pedimos whisky. Con cada copa, Claudia se soltaba más. Aproveché la embriaguez creciente para interrogarla, con una mezcla de morbo y genuino interés.
—Señora, ¿con cuántos hombres ha estado en su vida?
—Solo con dos —confesó, ruborizándose—. Mi esposo… y mi novio de la juventud.
—¿Y de verdad lleva más de diez años sin…?
—Sin penetración, sí —susurró, bajando aún más la mirada—. Más de diez.
—¿Y se masturba? —insistí, sintiendo cómo la calentura me nublaba el juicio.
—Todas las mañanas, cuando él se va —admitió sin vergüenza—. Alicia hasta me compró un consolador. —Eso fue nuevo para mí; mi esposa me lo había ocultado. Claudia se estaba convirtiendo en un libro abierto—. Y… una vez mi esposo intentó meterme una botella de cerveza por ahí atrás —señaló discretamente su trasero—. Terminé en el hospital con un desgarre. Fue horrible.
Esa confesión fue la gota que colmó el vaso. Ya no podía más. «Mejor nos vamos al hotel», le propuse, pagando la cuenta con manos temblorosas. Al salir, a Claudia ya no le importaba que el vestido se le subiera, mostrando media nalga a los viandantes. El valet parking que nos ayudó con el coche no podía disimular sus miradas hacia sus piernas, y cuando ella se sentó, el vestido se abrió de par en par, mostrando por un instante esa jungla oscura y húmeda que me volvía loco. Escuché al hombre murmurar un «Santa María» al ver semejante espectáculo.
Llegamos al hotel y la suite era exactamente como Alicia la había descrito: jacuzzi, un sillón ancho y, sobre todo, un columpio del amor de cuero negro. Sabía cómo usarlo. Sin perder tiempo, guié a Claudia hacia él.
—Suba, por favor —le dije, y ella, con cierta timidez, se acomodó.
Me arrodillé frente a ella y levanté su vestido. Allí estaba, en todo su esplendor: su vulva completamente descubierta, rodeada de ese vello espeso y rebelde. Me acerqué y enterré mi cara en ella. Su olor era intenso, maduro, a mujer de verdad. Empecé a lamerla con lentitud, saboreando sus pliegues, sintiendo cómo se hinchaba y mojaba bajo mi lengua. Gemía bajito, con una mano en mi cabeza. De repente, me empujó suavemente.
—¡Para, Damián, para! —jadeó—. Ya me voy a venir y quiero… quiero sentirte dentro cuando pase.
La subí un poco más en el columpio, abriendo sus piernas hasta ponerla en una posición completamente vulnerable y expuesta. Saqué mi verga, que estaba dura como una roca, y se la restregué por la entrada, embadurnándola con sus propios jugos. Ella me miró por primera vez a los ojos, suplicante. «Por favor», murmuró. Y se la enterré de una vez. Un grito ahogado y profundo salió de su garganta. Estaba increíblemente apretada, como una virgen. Cada embestida era un gemido, un «más duro» que me salía del alma. Aguanté mi venida como un campeón, concentrándome en el sonido de sus nalgas golpeando contra el cuero. A los cinco minutos, gritó: «¡Aaaaaah! ¡Ya me vine, qué rico! Ahora vente tú, es tu turno».
Me senté en el sillón y, sin decir una palabra, ella entendió. Se arrodilló y se llevó mi verga a la boca. No era una mamada experta, pero tenía una entrega que me volvía loco. La miré fijamente mientras me la chupaba, con sus labios manchados de carmín alrededor de mi miembro. Luego, le pedí lo que más deseaba: «Siéntate en mi cara». Dudó un segundo, pero la pasión pudo más. Se giró y bajó su peso sobre mí. Ahogarme en su panocha peluda, sentir sus nalgas grandes aplastándose contra mi rostro, fue una de las sensaciones más bestiales y excitantes de mi vida. Lamía y chupaba mientras ella se movía sobre mí, gimiendo como una posesa.
Para el acto final, la puse a cuatro patas sobre la cama. Su culo era una obra de arte, redondo, alto, con esa piel madura y tersa. Me puse detrás y, en vez de dirigirme a su vagina, apoyé la punta de mi verga en su ano.
—No, Damián, por ahí no —suplicó, tratando de alejarse—. Duele mucho.
Pero yo ya estaba poseído por el morbo. La agarré fuerte de las caderas y empecé a presionar. Ella gritaba, genuinamente: «¡Ya, sácamela, no puedo!». Sus gritos se escuchaban en toda la suite. «¡Por favor, para!». Cuanto más suplicaba, más duro empujaba yo, sintiendo cómo su cuerpo se resistía y luego cedía. «¡Cómo le hace mi hija para aguntar esto!», gritó en un momento de desesperación. Esas palabras, mencionar a Alicia en ese instante, fueron el detonante final. Exploté dentro de su culo con un rugido, llenándola mientras ella sollozaba, una mezcla de dolor y placer que la dejó temblando.
Nos dimos un baño en el jacuzzi y cogimos dos veces más durante la noche, siempre por delante. Ella ya no permitió más anal. A la mañana siguiente, volvimos a casa. Alicia nos recibió con una sonrisa. Al verme, me guiñó un ojo. Mi suegra bajó la mirada, pero con una pequeña sonrisa de complicidad. Esa noche no solo le dimos placer a Claudia; añadimos un nuevo y prohibido capítulo a nuestra ya de por sí caliente vida en pareja.



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