Por

diciembre 12, 2025

304 Vistas

diciembre 12, 2025

304 Vistas

Me cogí al marido de mi tía

0
(0)

La verdad, este vicio lo traigo desde chica. Tendría unos diecisiete años cuando me di cuenta de que en la casa de mi abuela en la playa, la cerradura del baño principal estaba rota. No cerraba bien, y si te parabas en la punta de los pies y te pegabas a la madera, podías ver un pedacito del interior. No era mucho, pero era suficiente.

Fue ahí donde lo vi por primera vez. A él. Al marido de mi tía, Marcos. Después de un día entero bajo el sol, todos estábamos sudados y salados. Él era siempre el primero en ir a ducharse. Yo, la muy observadora, esperaba el momento. Escuchaba el golpe del agua, y cuando empezaba a correr, me deslizaba por el pasillo como una sombra.

A través de esa rendija, mi corazón se detenía. Lo veía de espaldas, con ese cuerpo que no parecía de un tipo de casi cuarenta. Espalda ancha, cintura estrecha, y esas nalgas duras y redondas que se tensaban cuando se inclinaba para enjabonarse las piernas. Pero lo mejor era cuando se daba la vuelta. Ahí estaba. Colgando entre sus piernas, una verga que a mis quince años me pareció un monstruo. Gruesa, morena, con una cabeza bien rosada que se veía enorme incluso a la distancia. No estaba parada, pero el tamaño en reposo ya era impresionante. Se la enjabonaba con una mano, sin prisas, y a mí se me hacía la boca agua. Me quedaba ahí, pegada a la puerta, hasta que el sonido del agua cambiaba y yo sabía que estaba por terminar. Entonces salía disparada, con la cara encendida y la entrepierna caliente y húmeda.

Esa imagen me persiguió durante años. En cada reunión familiar, en cada Navidad, mi mente volvía a ese baño, a esa verga. Marcos siempre era el mismo: amable, buen tipo, el esposo perfecto para mi tía. Y yo, creciendo, convirtiéndome en mujer, pero con ese secreto sucio guardado bajo la lengua.

La oportunidad se dio el verano pasado. Fiesta en lo de mi abuela otra vez, ahora yo con veintipico. Había alcohol de sobra, y Marcos, que normalmente se controla, esa noche se pasó. Lo vi tambaleándose un poco, con la camisa desabrochada, reírse más fuerte de lo normal. Mi tía se había ido temprano con una migraña. Él se quedó, diciendo que ayudaría a limpiar.

Cuando todos empezaron a irse, yo me ofrecí a quedarme con él. Mi abuela, ya cansada, aceptó agradecida y se fue a su cuarto. Nos quedamos solos en el living, con el desastre de la fiesta alrededor. Él estaba recostado en el sillón, con los ojos cerrados, respirando pesado.

“¿Te ayudo a llegar al cuarto de visitas, tío?” le dije, acercándome. Mi voz sonó más ronca de lo que esperaba.

Abrió un ojo y me sonrió, una sonrisa torpe y borracha. “Serías un ángel, sobrina.”

Lo levanté, poniendo su brazo sobre mis hombros. Él olía a ron y a sudor, un olor masculino que me mareó de excitación. Mientras caminábamos por el pasillo, su mano cayó sin fuerza sobre mi cintura, luego un poco más abajo, rozando mi cadera. No la aparté.

En el cuarto, lo dejé caer suavemente sobre la cama. Se recostó boca arriba, con un suspiro. La luz de la lámpara de mesa le iluminaba la cara y, más importante, le marcaba el bulto en el pantalón. Allí estaba. Incluso relajado, se notaba el volumen. Mi boca se secó.

“Marcos,” susurré, dejando caer el “tío”. Me senté al borde de la cama. Él murmuró algo incomprensible. Con un pulso que no tembló tanto como yo esperaba, llevé mi mano hasta su entrepierna. La posé sobre el bulto, sintiendo el calor y la forma a través de la tela. Estaba suave, pero denso. Apreté suavemente.

Él gimió, un sonido bajito, y su cuerpo se arqueó un poco, empujando su verga contra mi mano. Eso fue todo el permiso que necesité. Con dedos ágiles, le desabroché el cinturón, el botón del pantalón, y bajé el cierre. Se lo bajé por las caderas, junto con su ropa interior.

Y ahí estaba. Finalmente, después de tantos años de espiarlo, de fantasear, lo tenía frente a mí, al alcance de mi mano. Era tan impresionante como en mis recuerdos, pero mejor. Morena, gruesa, con las venas marcadas y la cabeza grande y húmeda. Ya no estaba floja. Al contacto con el aire, y con mi mirada fija en ella, empezó a crecer, a ponerse dura, palpitando con una vida propia. Se levantó hasta quedar apuntando a su estómago, una bestia morena y perfecta.

Me lamí los labios. “Esto es lo que tanto escondías, ¿eh, tío?” dije, más para mí que para él.

Antes de que pudiera pensar en lo que estaba haciendo, me incliné y la rodeé con mis labios. La sensación fue electrizante. Era suave y dura a la vez, y sabía a limpio, a sal, a hombre. Él emitió un gruñido gutural y sus manos se enterraron en mi pelo, no para guiarme, sino para aferrarse, como si estuviera cayendo.

Empecé a chupársela con hambre, con años de deseo acumulado. Me la metía hasta la garganta, ahogándome, sintiendo cómo la cabeza rozaba el fondo. Jugaba con la lengua en ese surco debajo del glande, que lo hacía retorcerse. Con mis manos le acariciaba los huevos, que estaban apretados y pesados. Él jadeaba, maldiciendo entre dientes. “Coño… qué boca… qué boca tienes, nena.”

Eso me prendió más. Quería oírlo. “¿Te gusta, tío? ¿Te gusta que tu sobrina te chupe la verga?” le pregunté, sabiendo lo perverso que sonaba.

“Sí, diablos… no pares…”

Chupé y lamí hasta que sentí que sus músculos se tensaban, que su respiración se cortaba. “Voy a… voy a venirme…” advirtió, intentando apartar mi cabeza.

Pero yo la agarré con más fuerza. “Adentro,” ordené, mirándolo a los ojos. “Quiero tu leche.”

Sus ojos se abrieron desorbitados por un segundo, y luego, con un gemido largo y profundo, explotó en mi boca. Fue una corrida caliente, salada, espesa. Tragué todo, sin dejar de mirarlo, sintiendo cómo su cuerpo se sacudía con los últimos espasmos. Cuando terminó, me separé, limpiándome una gota del labio con el dedo.

Él quedó jadeando, mirándome como si no pudiera creerlo. Pero yo no había terminado. Me quité la ropa rápida, dejándome ver para él. Sus ojos oscuros, todavía vidriosos por el alcohol y el orgasmo, me recorrieron de arriba abajo. “Tu turno,” dije, y me di la vuelta.

Me puse a cuatro patas sobre la cama, ofreciéndole mi espalda, mis nalgas. “Quiero sentir esto adentro,” le dije, mirándolo por encima del hombro. “Por el culo.”

Él dudó solo un instante. Quizás el alcohol, quizás la lujuria, quizás la sorpresa de la situación lo venció. Escupió en su mano y se frotó lo que quedaba de su erección, que milagrosamente se mantenía tiesa. Luego, con esa misma mano, me lubricó el agujero. Sus dedos fueron rudos, sin delicadeza, y el dolor inicial me hizo contener el aliento. Pero luego, cuando presionó la cabeza de su verga contra mí, supe que era lo que siempre había querido.

“Relájate, puta,” gruñó, y esa palabra, saliendo de la boca del marido respetable de mi tía, me hizo derretir por dentro. Empujó.

El dolor fue brutal, un desgarro íntimo. Grité, enterrando la cara en la almohada. Él no se detuvo. Siguió metiéndosela, centímetro a centímetro, hasta que estuvo completamente hundido dentro de mí. Me sentía llena de una manera inimaginable, partida en dos. “Así… así es como le gusta a una zorra como tú, ¿verdad?” jadeó en mi oído.

Cuando empezó a moverse, el dolor se mezcló con una punzada de placer tan intensa que me hizo ver manchas. Me agarraba de las caderas con fuerza, clavándome los dedos en la carne, y me follaba con una furia salvaje, cada embestida un golpe seco que hacía crujir la cama. El sonido de su piel golpeando la mía, nuestros jadeos, los gemidos que ya no podía contener… todo era una sinfonía obscena.

“¿Te gusta que te folle el culo, sobrina?” me preguntó, dándome más fuerte.

“¡Sí, tío! ¡Más duro!” le supliqué, y él obedeció. Cambió el ángulo, y de repente, encontró ese punto que me hizo gritar. Mis piernas temblaban. Yo era solo un cuerpo usado, un juguete para su verga, y me encantaba.

No duró mucho. Con otro gruñido, más bestial que el primero, se vino adentro de mí, llenándome el culo con una segunda tanda de su leche, caliente y abundante. Yo me vine al mismo tiempo, un orgasmo violento que me sacudió de la cabeza a los pies, dejándome temblando e incapaz de moverme.

Cuando se separó, me derrumbé sobre la cama, sintiendo su semen escurrir entre mis nalgas. Él se dejó caer a mi lado, jadeando. El silencio fue incómodo, cargado de lo que habíamos hecho.

Al rato, sin mirarme, se levantó y empezó a vestirse. “Esto no puede pasar nunca más,” dijo, con la voz ahora fría y sobria.

Asentí, sin fuerzas para hablar. Él salió del cuarto, cerrando la puerta suavemente.

Pero yo me quedé ahí, con su olor en mi piel, con su sabor en mi boca, y con el dolor delicioso en mi culo. Y supe, con una certeza absoluta, que él mentía. Porque ahora que me había probado, ahora que sabía lo que era follar a la sobrina pervertida que lo espiaba, volvería. Los hombres como él siempre vuelven….

¿Que te ha parecido este relato?

¡Haz clic en una estrella para puntuarlo!

Promedio de puntuación 0 / 5. Recuento de votos: 0

Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este relato.

Deja un comentario

También te puede interesar

Amante número uno

anonimo

04/03/2021

Amante número uno

Secretos de mi esposa

anonimo

04/01/2018

Secretos de mi esposa

ME EMBARACE DE UN STRIPER

anonimo

03/09/2012

ME EMBARACE DE UN STRIPER
Scroll al inicio