octubre 6, 2025

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Me cogí a un taxista

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La calentura hoy estaba de otro nivel, no podía concentrarme en ni una sola puta factura o en esos números que se me hacen bola en la pantalla. Entre el olor a café recalentado y el tic-tac del reloj que se me hacía eterno, lo único que podía pensar era en que necesitaba una verga, ya, urgente, que me llenara por completo. Así que inventé una excusa bien tonta, le dije a la jefa que me sentía mal del estómago, que si podía salir un rato, y ella con esa cara de preocupación me dijo que sí, que me cuidara. Si supiera la muy inocente que lo que me duele es el coño, no la panza.

Salí a la calle y pedí un Uber, pero cuando llegó el tipo me pareció de lo más soso, un chavo joven que ni siquiera me miró con esa hambre que a mi me gusta. El viaje fue un asco, aburridísimo, y cuando me dejó en la supuesta farmacia donde le dije que me dejara, ni siquiera me bajé. Me quedé ahí parada en la esquina, con el calor pegajoso de la tarde y la necesidad ardiéndome entre las piernas. Fue entonces que me quité el brasier con disimulo, desabrochándomelo por debajo de la blusa y guardándolo en la bolsa. Mis tetas, que ya estaban duras y con los pezones como piedritas, se marcaron de inmediato contra la tela fina de mi blusa. No llevaba sostén, era cuestión de tiempo.

Y entonces lo vi. Un taxi viejo, de esos color mostaza, que pasaba lentamente. Dije, es ahora o nunca. Levanté la mano y se detuvo. Me subí al asiento de atrás, pero desde el primer segundo noté sus ojos en el espejo retrovisor, clavados en mis tetas, devorándoselas con la mirada. El tipo tendría como cincuenta y cinco años, canas en las sienes, manos grandes y un poco ásperas en el volante, pero tenía esa mirada de lobo hambriento que me pone hasta el fondo.

—¿A dónde va, señorita? —preguntó con una voz un poco ronca, de fumador.

No me anduve con rodeos. Lo miré directamente a través del espejo y le solté: —La verdad, no voy a ningún lado. Estoy terriblemente caliente. ¿Me podría ayudar con eso?

El tipo no se inmutó, ni siquiera parpadeó. Solo me miró fijamente y, con un gesto de la cabeza, me indicó que me pasara al asiento delantero. —Pase adelante, para que vaya más cómoda —dijo, y yo supe que eso era código de «pase adelante para que pueda tocarme».

Cambié de asiento en un segundo, y apenas cerré la puerta, su mano ya estaba sobre mi muslo, subiendo, subiendo, hasta llegar a mis tetas. Las apretó con fuerza a través de la blusa, y un gruñido gutural le salió del pecho. —Carajo, nena, qué chichotas tienes —murmuró, y yo solo pude arquear la espalda y gemir. Con la otra mano, se bajó el cierre del pantalón y sacó su verga. No era especialmente grande, pero estaba dura como un mármol, gruesa y con las venas marcadas, y un hilillo de líquido ya asomaba en la punta. Olía a hombre, a sudor y a puro deseo.

—Esto hay que hacerlo en un lugar más privado —dijo, y sin esperar respuesta, puso el taxi en marcha. Condujo como un loco, esquivando coches, hasta llegar a un hotel de paso medio cutre en una zona que no conocía. Ni siquiera recuerdo el nombre del lugar. Pagó él la habitación, con esa prisa que delataba lo que ambos queríamos.

Subimos y apenas la puerta se cerró, fue un frenesí. Él me arrancó la blusa, desabrochándola de un tirón, y enterró su cara entre mis tetas, mordisqueando y chupando mis pezones como si se fuera a morir de sed. Yo le desabroché el pantalón y se lo bajé hasta los tobillos, junto con su ropa interior. Su cuerpo era el de un hombre maduro, con vello en el pecho y un poco de panza, pero a mi me excitaba aún más. Me empujó sobre la cama, que chirrió de manera obscena, y me bajó el pantalón y las bragas de un solo movimiento. Su boca encontró mi clítoris de inmediato, y aunque no era el mejor sexo oral del mundo, la urgencia y lo prohibido de la situación me tenían al borde del delirio. Gemía y retorcía las sábanas entre mis manos, empujando su cabeza contra mi sexo.

—Ya, ya no aguanto —gruñó él, apartándose y subiéndose sobre mí.

Pero yo no quería que él me cogiera. Yo quería hacerlo. Lo empujé y lo puse boca arriba. —Déjame a mi —le dije, y monté sobre él, guiando su verga hasta mi entrada. Cuando me la metí, un jadeo profundo nos salió a los dos. Estaba tan mojada que entró de una sola vez, llenándome por completo. Empecé a mover las caderas, cabalgándolo con una furia que me salía de las entrañas, subiendo y bajando, sintiendo como sus manos me agarraban de las caderas, marcándome con sus dedos. Él cerraba los ojos y maldecía entre dientes, sus gruñidos se mezclaban con mis gemidos. No duró nada. En menos de dos minutos, sus caderas se elevaron del colchón y un rugido gutural anunció que se venía. Sentí su chorro caliente dentro de mí, y ese espasmo final fue suficiente para que yo también llegara, con un temblor violento que me recorrió de la cabeza a los pies.

Nos quedamos jadeando, sudados, en esa habitación de mierada. Él se secó con una toalla áspera y se vistió en silencio. Yo me vestí también, sintiendo su semen correrme por las piernas. Ni siquiera me preguntó mi nombre. Al salir, me dejó en una esquina cualquiera. Me bajé del taxi, arreglandome la falda, y lo vi alejarse. Sonreí. Mi calentura estaba calmada… por ahora.

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  1. Luis Gutierrez

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