Le quité lo lesbiana a la amiga de mi prima
Wey, te voy a contar esta locura que pasó el fin de semana. Fue el cumpleaños de mi prima en Houston, y aunque normalmente no me gustan esas fiestas familiares, ella me dijo: «Primo ven, hay muchas amigas solteras». Obvio que fui, porque andaba urgido de coger después de una semana cortando grama bajo el sol de Texas.
Llegué y ahí estaba ella: una morrita morena, bajita, con un vestidito negro que le ajustaba en las nalgas redonditas y unas tetitas pequeñas pero perfectas—justo del tamaño de mi boca. Se llamaba Valeria, y era la amiga «especial» de mi prima. Cuando me presentaron, me dio la mano y me soltó: «Soy lesbiana, por si acaso». Yo me reí y le dije: «No te preocupes, yo no muerdo… a menos que me pidas». Se sonrojó y se fue con sus amigas.
Pero toda la noche no pude dejar de mirarla. Se notaba que era bien cerrada, con sus amigas tocándole el pelo y abrazándola, pero cuando bailaba, movía las caderas como si supiera lo que hacía. Yo me acerqué a bailar con ella, y al principio me evitaba, pero después de unos tragos, se soltó un poco. Le puse las manos en su cintura y ella no se quitó. Al contrario, se pegó más a mí.
La música estaba a todo volumen, y de repente, nos quedamos mirando. Sus ojos eran cafés oscuros, y en ese momento parecían decirme: «Hazme lo que quieras». No me lo pensé dos veces—la agarré y la besé ahí mismo, en medio de la pista. Esperé que me golpeara o algo, pero no. Abrió la boca y me metió la lengua como si fuera su última noche en la tierra. Sabía a vodka y a cereza, y sus labios eran suaves como nada que haya sentido antes.
Después del beso, me jaló hacia el jardín de atrás de la casa. Estaba oscuro, solo con unas luces de navidad viejas que colgaban de los árboles. Me empujó contra la pared y me dijo: «Nunca había besado a un hombre. ¿Qué me estás haciendo?». Yo solo sonreí y le dije: «Voy a hacerte sentir algo que ninguna mujer te ha hecho».
Le bajé el vestido por los hombros y le empecé a chupar las tetas. Eran pequeñas, pero duras y sensibles. Gemía bajito, como si no quisiera que nadie la escuchara, pero yo no me detuve. Le mordí los pezones suavemente y ella arqueó la espalda, agarrandome del pelo. «Sí, así, no pares», me dijo, y eso fue como gasolina en el fuego.
Le levanté el vestido y vi que no traía nada abajo. Nada. Estaba completamente depilada y mojada como si hubiera llovido. «¿Para quién te arreglaste así?», le pregunté, y ella solo gimió: «Para ti, creo».
No perdí tiempo. La puse de espaldas contra la pared y le levantó una pierna sobre mi hombro. Le metí los dedos primero, para sentir cómo temblaba. Estaba tan apretada que casi no entraban. «Relájate, nena», le dije, y empecé a chuparle el clítoris mientras masajeaba sus tetas con la otra mano. Gemía más fuerte ahora, diciendo cosas como «No sabía que podía sentir esto» y «Qué rico, carajo».
Después de que vino por primera vez—temblando como hoja en el viento—, me miró con ojos vidriosos y me dijo: «Quiero sentirte adentro». Yo ya tenía la verga dura como un mármol, palpitando y lista. Le dije: «Segura? Porque después de esto, no vas a volver a mirar a una mujer igual». Ella asintió y me guió hacia adentro.
La penetré despacio, porque estaba tan apretada que sentía que me iba a venir al instante. Ella gritó un poco, pero luego me jaló más cerca. «Dame más», me rogó, y yo no me hice de rogar. Empecé a moverme más rápido, sintiendo cómo me apretaba por dentro como si no quisiera que me fuera.
Cambiamos de posición—la puse en cuatro en el pasto, y desde atrás fue aún mejor. Podía ver sus nalgas redonditas rebotando contra mí, y ella gemía como una gata en celo. «Sí, papi, así, dame más duro», me decía, y yo le daba nalgadas que sonaban en la noche silenciosa.
En un momento, se dio la vuelta y me besó otra vez, esta vez con más hambre. «Voy a venirme», avisé, y ella me apretó con todo: «Adentro, por favor, quiero sentir tu leche».
Corrí como un maldito, llenándola hasta que le escurría por las piernas. Nos quedamos jadeando, apoyados contra la pared, sudados y enchastrados.
Después de eso, se arregló el vestido y me miró con una sonrisa que no olvidaré. «Creo que ya no soy tan lesbiana», dijo, y se fue caminando como cowgirl después de montar un toro.
Yo me quedé ahí, con el sabor de su sexo en mi boca y la verga aún palpitando. Ahora cada vez que la veo en las redes, me manda mensajes calientes pidiendo más. Y yo, pues, que voy a hacer—un servicio comunitario, al fin y al cabo.


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