La venganza es un plato que se sabe a sangre
La verdad es que Carlos, mi compañero de trabajo, siempre me ha caído como un culo. Es de esos tipos que se cree mejor que todos porque lleva veinte años en la empresa, mirándote por encima del hombro y corrigiéndote en cada reunión. Un amargado de primera. Así que cuando vi el perfil de su hija, Claudia, en Facebook, una chispa se encendió en mi cabeza. No me lo pensé dos veces. Le mandé solicitud.
Para mi sorpresa, la aceptó en menos de una hora. Y no solo eso, sino que empezó a hablarme. “Hola, Ezekiel, sé quién eres. Mi papá te tiene bastante manía”, fue su primer mensaje. Me reí. Tenía huevos la chavala. Tiene 19 años, y en las fotos se le veía un cuerpazo, con esa mezcla de inocencia y morbo que a mí me vuelve loco. Empezamos a hablar todos los días, tonterías al principio, luego cosas más personales. Me contó que su padre es un controlador, que no la deja respirar. Yo le conté lo mío, lo de mi divorcio, lo de empezar de cero aquí en España. Se creó un feeling, la verdad.
Después de una semana de mensajes calientes, le solté la idea. “¿Y si nos tomamos un helado? Te invito.” Dudó un par de días, pero al final dijo que sí. Quedamos en una heladería del centro, lejos de donde pudiera vernos su papá. Llegué antes, nervioso como un crío. Cuando la vi acercarse, con ese vestidito corto y esas piernas que no acababan nunca, se me secó la boca. Es más guapa en persona, con una sonrisa que te derrite y unas curvas que piden ser tocadas.
Comimos helado, paseamos por el río, y hablamos de todo menos de su padre. Se notaba que quería olvidarse de él por un rato. Se reía de mis bromas, me tocaba el brazo cuando le contaba algo. El feeling estaba ahí, tangible, caliente. La acompañé hasta la parada del bus y le di un beso en la mejilla, suavecito. Ella se sonrojó y me dijo que había sido una tarde perfecta.
Esa noche, ya en casa, me llegó su mensaje. Empezó normal, preguntándome si había llegado bien. Y entonces, de la nada, soltó la bomba: “Oye, Ezekiel… una pregunta rara. ¿Has cogido con la regla alguna vez?”
Se me escapó una risa. ¡Coño! Esta chica no tenía filtro. Y a mí me encanta eso. Le contesté que sí, un par de veces, que no era el fin del mundo si a ambos les ponía. “Es más, a algunas mujeres se les pone mucho más sensible todo, y los orgasmos pueden ser brutales”, le escribí.
Esa pregunta fue como abrir la compuerta de una presa. Los mensajes se volvieron calientes, explícitos, puro sexting. Me contó que estaba con la regla, justo ahora, y que pensar en mí la había puesto tan cachonda que se había tenido que tocar. Yo, en mi cama, con una erección que me dolía, le describía todo lo que le haría. Cómo le bajaría las bragas, manchadas de su sangre, y cómo le chuparía el coño hasta que le temblaran las piernas, sin importarme un carro el sabor a cobre. Le dije que quería pintarle las tetas de rojo con su propia sangre, que quería ver mi verga manchada cuando se la sacara de dentro.
Ella me contestaba con gemidos escritos, diciéndome que se estaba corriendo solo de pensarlo. Fue una de las mejores sesiones de sexting de mi vida. Al final, jadeando virtualmente los dos, planificamos la segunda cita. “Mi padre tiene que cubrirte el turno del sábado, dice que es un proyecto urgente”, me escribió. “Perfecto. Entonces ese día es nuestro. Te voy a coger toda la tarde, hasta que no puedas más.”
El sábado llegó. Carlos, con su cara de pocos amigos, me confirmó que se quedaría con el trabajo “urgente”. Le di las gracias, con una sonrisa que no podía disimular del todo. “No hay problema, Ezekiel. Espero que resuelvas tus asuntos.” Si solo supiera, cabrón.
Claudia me abrió la puerta de su apartamento, el que comparte con dos amigas que, por suerte, no estaban. Llevaba una bata corta de seda, nada debajo. Se le veían los pezones duros marcándose contra la tela. No dijimos casi nada. La empujé contra la pared del recibidor y le di un beso que nos dejó sin aliento. Su boca sabía a menta y a deseo. Le desabroché la bata y ahí estaba, completamente desnuda, con un tampón del que asomaba un hilito blanco. Y en sus muslos, unas manchitas secas de sangre. Fue la cosa más excitante que he visto en semanas.
“¿Estás segura?” le pregunté, aunque sabía la respuesta. Ella asintió, con los ojos vidriosos, y me guió de la mano hacia su dormitorio. La tumbé en la cama, blanca, como para que el contraste fuera mayor. Empecé por su cuello, besándolo, mordisqueándolo suavemente, mientras mis manos le agarraban las tetas, firmes y jóvenes. Sus pezones eran de un rosa oscuro, erectos, y al chuparlos ella arqueó la espalda y soltó un gemido largo. Bajé, pasando por su ombligo, hasta llegar a ese monte de Venus donde el tampón era como una bandera. Lo agarré suavemente y se lo quité. Ella gimió, avergonzada por un segundo, pero yo no le di tiempo. Separé sus piernas y me encontré con su coño, hinchado, rojo oscuro, manchado con su sangre. El olor era intenso, salvaje, a mujer, a fertilidad, a sexo puro.
Me lancé. Puse mi boca sobre él y empecé a chupar, a lamer, a beberme todo. La sangre se mezclaba con su propio gusto, salado, metálico, y era una de las cosas más primitivas y ricas que he probado. Claudia gritaba, con las manos en mi pelo, empujando mi cara contra su sexo. “Sí, ahí, por favor, no pares, Ezekiel.” Sentía cómo su clítoris, hinchado y sensible, palpitaba bajo mi lengua. No paré hasta que tuvo su primer orgasmo, un temblor violento que le hizo gemir y arquearse, dejando la sábana manchada debajo de sus caderas.
Solo entonces me levanté, me quité la ropa a toda prisa y me puse un condón. Ella me miraba, con los ojos llenos de deseo y de algo más, de admiración quizás. “Quiero que me cojas,” susurró. “Quiero sentirte dentro.”
Me puse sobre ella, apoyándome en mis brazos, y guié la punta de mi verga, ya con el condón puesto, a su entrada. Estaba ardiendo, increíblemente húmeda. Con un empujón lento pero firme, me metí. El calor era abrasador, diferente, más intenso. Y estaba más apretada de lo que me imaginaba. Ella gritó, un grito de placer y de algo de dolor, y me clavó las uñas en los brazos. Empecé a moverme, lento al principio, sintiendo cada pliegue, cada centímetro de su interior. La sangre actuaba como una lubricación extra, haciendo un sonido húmedo y obsceno con cada embestida.
“Más fuerte,” me pidió, y yo obedecí. Empecé a follarla con más ganas, agarrándola de las caderas para clavar más profundo. Los gemidos se mezclaban con el sonido de nuestros cuerpos chocando. Le di la vuelta y la puse a cuatro patas. Desde atrás, la vista era aún más brutal. Mi verga, manchada de rojo, entraba y salía de su coño, y yo podía ver cómo se le abrían sus labios, carnosos y oscuros, con cada movimiento. Le azoté el culo un par de veces, dejando la marca de mi mano en una de sus nalgas blancas, y a ella le encantó. “Sí, papi, así, castígame, soy tu putita.”
Cambiamos de posición otra vez, de lado, luego con ella encima. Se montó y empezó a cabalgar sobre mí con una energía que no sabía que tenía. Se agarraba de mis pectorales, con la cabeza hacia atrás, los pechos rebotando, gimiendo sin control. Yo la miraba, fascinado, con las manos en su cintura, guiándola. Verla así, tan perdida en el placer, tan sumisa y a la vez tan dominante, era un espectáculo. Después de que ella tuviera su segundo, o quizás tercer orgasmo, yo ya no pude aguantar más. “Me voy a correr,” gruñí. “Dónde quieres que sea?”
“Dentro, por favor. Quiero sentirte.”
Esas palabras fueron mi perdición. La tumbé de espaldas otra vez y, agarrándole las piernas por detrás de las rodillas, le di los últimos embates, profundos, rápidos, desesperados. El orgasmo me pilló por sorpresa, un tsunami que me sacudió desde los pies hasta la cabeza. Gemí como un animal, enterrándome en lo más hondo de ella, sintiendo cómo mi verga palpitaba una y otra vez, vaciándose en el condón dentro de su cuerpo.
Caí sobre ella, sudado, sin aliento. Nos quedamos así un buen rato, escuchando cómo nuestros corazones frenéticos bajaban de revoluciones. La cama estaba hecha un desastre, manchada de rojo y de sudor. Ella acariciaba mi espalda. “Ha sido… increíble,” dijo, con la voz ronca.
“Sí. Lo ha sido.”
Mientras me levantaba para ir al baño a deshacerme del condón, no pude evitar sonreír. Allá, en la oficina, Carlos estaría sudando la gota gorda con mi trabajo, pensando que me estaba haciendo un favor. Y yo, aquí, después de haberle reventado el coño a su hija menor hasta dejarla temblando. La vida a veces es muy justa. Y Claudia y yo, esto no ha hecho más que empezar.


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