Por
La teta de mi hermana
La casa quedó silenciosa después del jaleo del cumpleaños de mi padre. Los platos sucios, las botellas vacías y ese olor a comida y gente que se queda flotando en el aire. Mi viejo ya roncaba en su habitación y mi mujer se había ido a la cama con un dolor de cabeza de aquellos. Yo me quedé solo en el salón, con un vaso de whisky en la mano, dándole las últimas sorbos.
Martu, mi hermana, se había despedido hacía rato, esbozando una sonrisa borrosa. Estaba bastante borracha, la verdad. Se había metido en el cuarto de invitados diciendo que se iba a dormir. Pero yo sabía que estaba ahí, a solo unos metros, al otro lado de la pared.
Siempre fue la hermana mayor, la que mandaba. Pero desde que tuvo al crío, a Lucas, algo cambió. Se le llenaron las tetas de una manera que no podías ignorar. Eran grandes, pesadas, con unas aureolas oscuras que se le marcaban a través de las blusas. Esa noche, con el vestido ceñido que llevaba, había sido una tortura. Cada vez que se reía, se le sacudían como dos animales vivos.
Apuré el whisky. El calor del alcohol se mezcló con otro calor, más sucio, que me subía desde la entrepierna. Mi polla empezaba a despertar, gruñona. Me levanté y caminé sin hacer ruido por el pasillo. Pasé frente a la habitación de mi mujer. Sus ronquidos suaves me dieron un permiso perverso.
Me detuve frente a la puerta del cuarto de invitados. Estaba entreabierta. Un hilillo de luz se colaba desde el pasillo. Empujé lentamente, sin hacer ruido.
Allí estaba Martu. Dormida boca arriba, con la boca entreabierta, respirando profundo. La colcha solo le cubría hasta la cintura. Llevaba una camiseta vieja, tan fina que se le transparentaban los pechos. Y Dios, qué pechos. Grandes, redondos, con los pezones oscuros y erectos, presionando contra la tela como queriendo escapar.
Me acerqué. Podía olerla. Una mezcla de sudor, alcohol barato y su perfume dulzón. Un olor a mujer rendida, a madre, a hermana. Un olor que me puso más duro que el mármol.
Me senté en el borde de la cama. El colchón crujió, pero ella no se despertó. Solo emitió un gemido suave, un quejido ebrio. Su respiración era caliente y pesada.
Extendí la mano. Temblorosa. La posé sobre su costado, a través de la tela. Sentí el calor de su piel. Ella se arqueó levemente, un movimiento inconsciente, y su pecho se ofreció aún más.
No pude contenerme. Bajé la mirada a ese pezón derecho, tan marcado bajo la camiseta. Me incliné. Mi boca estaba seca, pero la suya no. A través de la tela, sentí el bulto duro y cálido de su pezón. Lo rodeé con los labios. La tela de algodón se empapó al instante con mi saliva.
Ella gimió de nuevo. Esta vez, no fue un sonido de sueño. Fue más profundo, más gutural. Su cuerpo se tensó por un segundo y luego se relajó, hundiéndose aún más en el colchón.
Solé el pezón de la tela. Estaba empapado. Mi lengua lo recorrió, sintiendo la textura áspera de la tela mojada. Sabía a sudor, a algodón y a ella. Un sabor salado, prohibido, que me enloquecía.
Con las dos manos, agarré el bajo de su camiseta y se la levanté con cuidado, despacio. Ella no abrió los ojos, pero su respiración se aceleró. Cuando sus tetas quedaron libres, al aire, contuve la respiración.
Eran aún más impresionantes sin la tela. Grandes, pálidas, con venas azuladas marcadas bajo la piel. Los pezones, grandes y oscuros, estaban duros como piedras. Olían a leche materna agria, a maternidad y a pecado.
Me abalancé sobre el derecho. Esta vez sin barreras. Mi boca se cerró alrededor de la areola completa. Era enorme, carnosa. Mi lengua encontró el pezón y lo lamió con avidez. Sabía amargo, intenso, a un fluido familiar y ajeno. Ella arqueó la espalda y un jadeo escapó de sus labios.
«Javier…», murmuró, confundida, con la voz pastosa por el alcohol y el sueño.
No respondí. Me concentré en chupar. En lamer. En morder suavemente ese pezón que se hacía más duro en mi boca. Una de mis manos agarraba la base de su teta, apretándola, sintiendo el peso. La otra mano se deslizó por su vientre, hacia el elástico de sus pantalones de pijama.
Ella gimió, una queja larga y temblorosa. Sus manos, que hasta entonces estaban inertes a los lados del cuerpo, se elevaron. Por un momento, pensé que me iba a empujar, a rechazar. Pero no. Sus dedos se enterraron en mi pelo, tirando de él, presionando mi cara contra su pecho con una fuerza que no sabía que tenía.
«Sí…», susurró, y esta vez no hubo confusión. Fue un susurro claro, cargado de la misma urgencia sucia que yo sentía. «Chúpame… chúpame la teta, hermanito.»
Sus palabras me electrizaron. Hermano. Ella lo sabía. Sabía quién era y lo que estábamos haciendo. Y le excitaba.
Me cambié al otro pecho, devorándolo con la misma hambre. Mi baba corría por sus curvas, brillando a la tenue luz. Mi mano ya había metido mano bajo su pantalón, encontrando el calor húmedo de su coño. Estaba empapado. Sus fluidos le mojaban los dedos, calientes y espesos.
Ella empezó a mover las caderas, frotándose contra mi mano. Sus gemidos eran ahora continuos, ahogados en la almohada. «Así, Javi… así… no pares.»
Yo no pensaba parar. Mi polla era un hierro dentro de mis pantalones, palpitando con cada lametón, con cada gemido suyo. Esta era mi hermana. La que me pegaba cuando éramos niños. La que me contaba sus tonterías de adolescente. Y ahora tenía su teta en mi boca y sus jugos de mujer en mi mano.
La lamí, la chupé, la mordí hasta que sus pechos estuvieron rojos y brillantes de mi saliva. Hasta que sus gritos se convirtieron en un solo sonido, un quejido largo y tembloroso que anunciaba su orgasmo. Sentí cómo su cuerpo se tensaba bajo el mío, cómo su coño se apretaba alrededor de mis dedos, cómo sus uñas se clavaban en mi cuero cabelludo.
Cuando acabó, quedó jadeando, exhausta, con los ojos todavía cerrados. Yo me separé, jadeando también. Mis labios estaban hinchados, mi cara manchada de su sudor y sus fluidos. Sus tetas, marcadas con mis dientes y mi saliva, subían y bajaban con su respiración agitada.
Ella abrió los ojos. Me miró. No había arrepentimiento en su mirada. Solo un cansancio profundo y un brillo de complicidad perversa.
«Vete a tu cama, Javier», dijo, con una voz ronca, pero firme.
Me levanté. Mis piernas temblaban. Al salir de la habitación, me volví una última vez. Ella ya se había dado la vuelta, cubriéndose con la colcha. Pero en la mesita de noche, sobre un pañuelo, vi una mancha blanca y espesa. Leche materna.
Salí al pasillo, con el sabor de mi hermana en la boca y el olor de su coño en mis dedos. Mi polla seguía dura, dolorida. Sabía que no iba a dormir en toda la noche. Y también sabía que esto, lo que fuera que acababa de empezar, estaba lejos de haber terminado. El recuerdo de sus tetas pesadas en mis manos, de sus gemidos ahogados, de esa palabra(«hermanito») quedó grabado a fuego en mi cerebro, envenenándome con un deseo que nunca, hasta esa noche, me había atrevido a reconocer.




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