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agosto 19, 2025

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La mujer es como el vino

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El humo de los puros aún se aferraba a mi traje cuando la vi en la barra del bar que frecuento, con ese vestido negro que ceñía sus curvas como un verso de Neruda. Unos sesenta años bien llevados, pelo platinado con reflejos, recogido con esa elegancia que solo dan los años, y un escote que prometía historias escritas con hands experta. Se llamaba Elena, me dijo después del segundo Rioja, mientras sus dedos jugueteaban con la copa de manera hipnótica.

«Mi marido me cambió por una de treinta y pocos», confesó con una sonrisa triste que me partió el alma. «Pero el muy idiota no supo que el vino mejora con los años».

La llevé al hotel sin grandes pretensiones, solo por acompañar esa pena que me recordaba a la de mi abuela cuando perdió a mi abuelo. Pero al cruzar el umbral de la suite, algo cambió en el aire. Se quitó los zapatos con un suspiro que parecía liberar décadas de represión, y de pronto tenía a una leona entre las manos.

«Quítame todo», ordenó con una voz que ahora resonaba con autoridad, y obedecí como un novicio ante su primera diosa. Su cuerpo era un mapa de stretch marks y triunfos, pechos generosos que caían con la elegancia de racimos maduros, caderas que invitaban a naufragar en ellas.

Pero fue su boca la que me dejado sin aliento. Cuando se arrodilló ante mí y empezó a desvestirme con los dientes, supe que estaba ante una maestra. Me chupó los huevos con una devoción que me hizo tambalear, lengua recorriendo cada pliegue como si memorizara mi anatomía para escribir poemas después. «Tu turno», jadeé, intentando recuperar el control, pero ella solo sonrió y me giró contra la pared.

«Los hombres siempre queréis mandar», murmuró antes de hundir su lengua en mi ano con una pericia que me hizo ver estrellas. Sabor a poder y a venganza dulce, cada lamida una declaración de independencia.

En la cama fue una sinfonía. Montaba mi verga con la sabiduría de quien conoce cada nota de su instrumento, contrayendo esos músculos que solo la experiencia fortalece. «Así, ahí mismo, cariño», gemía cuando le acariciaba el clítoris con el pulgar, y yo, acostumbrado a dirigir, me rendí al placer de ser su instrumento.

Perdí la cuenta de sus orgasmos—uno, tres, cinco—cada uno más intenso que el anterior, hasta que el amanecer nos pilló exhaustos y bañados en sudor.

Cuando desperté, solo quedaba el aroma de su perfume y una nota en papel del hotel: «Gracias por recordarme que todavía sé volar. No me busques—el vino ya cumplió su magia.»

Ahora cada jueves vuelvo al bar, pidendo el mismo Rioja y esperando que el universo me conceda otra copa de su poesía con piernas..

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