La granja de cerdos
Che, bueno, acá va la cosa. Ese día posta no pintaba nada, el calor en la villa era de esos que aplastan, que te hacen transpirar hasta las pestañas. Yo estaba re al pedo, mirando las nubes pasar desde la plaza, con la tabla al lado, cuando lo vi a él. No lo conocía de antes, pero era imposible no verlo. Estaba pintando un mural en la pared de la estación de tren, re concentrado, con los auriculares puestos y la remera llena de manchas de pintura. Tenía unos brazos flacos pero marcados, llenos de tatuajes chiquitos, y cada vez que se estiraba para llegar más arriba se le le veía un triángulo de piel en la espalda, morena del sol. Me quedé mirándolo, sin querer queriendo, fascinado con la manera en que se movía, tan seguro.
En un momento, bajó los brazos, se sacó los auriculares y se pasó el dorso de la mano por la frente. Me miró, yo me re agarré, pero él solo sonrió, cansado. «Que calor de mierda, che», dijo, y su voz era más grave de lo que me imaginaba, un poco ronca. Yo solo asentí, con una sonrisa boluda. «Necesito un descanso», agregó, y miró alrededor hasta que encontró un bote de pintura vacío, de esos grandes. Se sentó con un suspiro, las piernas abiertas, y apoyó los brazos en los muslos. Yo me acerqué, no sé por qué, me picaba la curiosidad. «Quedó re piola el dibujo», le tiré, tratando de sonar copado. Él me miró de abajo arriba, con una sonrisa que no era del todo inocente. «Gracias, pibe. Decime, ¿no tenés un agua o algo?». Yo negué con la cabeza, pero me quedé ahí parado, como imantado.
Fue entonces cuando me hizo una seña con la mano. «Vení acá un segundo». Me acerqué y, antes de que pudiera preguntar nada, agarró mi mano y me guió para que me sentara en sus piernas. Yo me congelé por un segundo, el corazón me hizo bum-bum en el pecho. «Acá estás más a la sombra», dijo, pero la excusa era tan obvia que los dos soltamos una risa nerviosa. Y entonces, sin más, me agarró la cara y me besó. Fue un beso seco al principio, con sabor a cigarrillo y a calor, pero enseguida se abrió, se puso húmedo y profundo. Yo me dejé llevar, cerrando los ojos, sintiendo el raspón de su barba de unos días en mi piel. Una de sus manos se me enganchó en la nuca y la otra me agarró de la cintura, apretándome contra él.
Podía sentir algo duro debajo de mi culo, algo que palpitaba a través de la tela de sus jeans. Me separé un segundo, sin aliento, y nos miramos. Sus ojos eran oscuros, intensos. «Quieto, nena», murmuró, y la palabra me cayó como un balde de agua fría y caliente al mismo tiempo. Nena. Yo no soy una nena, pero en ese momento, con la manera en que me miraba, me la creí. Me sentí frágil y deseado de una manera que no había sentido nunca. Sus manos empezaron a bajar, desabrochando mi pantalón con una habilidad que me dejó turro. Yo gemí, un sonido chiquito y avergonzado que se me escapó cuando sus dedos fríos (de haber estado agarrando las latas de pintura) me tocaron por encima de la ropa interior.
«Ya sé que querés, perrita», susurró contra mi boca mientras me besaba de nuevo, más voraz. «Sos toda mía ahora, ¿no?». Yo asentí, no podía hablar, solo sentía el vaivén de sus dedos que ya se habían metido debajo de la tela y me buscaban adentro, encontrándome tan apretado y nervioso que al primer contacto dolió, pero un dolor rico, el que te hace querer más. «Ay, por favor», gemí, y él sonrió, orgulloso. «Así me gusta, que me pidas por favor». Me agarraba el culo con la mano libre, apretándome contra su entrepierna, y yo no podía creer lo duro que estaba él, lo grande que se sentía incluso a través de las capas de tela. Me retorcía en sus piernas, completamente enculado, perdido en la sensación y en sus palabras. «Mi perra linda», no paraba de decirme, «toda mía».
En un momento, me ajustó mejor en sus piernas y con sus manos me bajo el pantalón y la ropa interior hasta las rodillas. El aire de la tarde me dio en la piel, pero yo estaba ardiendo. Me empezo a dedear con más fuerza, yo gemia como un animalito, agarrado de sus hombros, enterrando la cara en su cuello. Olía a pintura, a transpiración y a hombre, una mezcla que me estaba volviendo loco. «Quiero metértela», gruñó en mi oído. «Pero me vas a decir si duele, ¿okay, nena?». Asentí, desesperado. Vi como se abrió el cinturón, el ruido de la hebilla sonó como un truco, y bajo su jean. Su pija salió de golpe, dura, grande y gruesa, con las venas marcadas y la cabeza oscura, embadurnada del mismo precum que manchaba su ropa interior. Me puso en la entrada, apoyando la punta justo ahí, y empujó un poco. Yo grité, no era un grito de dolor posta, sino de susto y de impresión. «No entra, che», dijo él, con un jadeo. «Estás demasiado apretado para mí». Y era verdad, por más que yo quería, mi cuerpo no se soltaba, nervioso y sin experiencia.
Él maldijo suavemente, pero no parecía enojado, sino más excitado. «Bueno, entonces así», dijo, y me acomodó boca abajo sobre sus piernas, con el culo al aire y yo gimiendo, sintiéndome más vulnerable y más caliente que nunca. Agarró su pija y se puso a jalársela rápido, con la otra mano agarrandome fuerte de la cadera. Yo miraba para atrás, obsesionado, viendo como su mano subía y bajaba por esa verga que se me antojaba enorme, impresionante. «Mirá como te voy a marcar, putita», jadeaba, y sus ojos no se despegaban de mi culo. Yo gemía, «sí, sí, por favor», y en eso, un chorro caliente me cayó en la raya del culo, seguido de otro, y otro. Gritó, un sonido ronco y animal, y yo sentí como su semen caliente me corría por la piel, me llenaba, me marcaba. Jadeaba, recostado sobre mi espalda, y yo seguía temblando, con las piernas abiertas y embadurnado.
Después de un minuto, sin mediar palabra, me agarró de los hombros y me puso de rodillas frente a él, en el piso de tierra. Su pija todavía estaba medio dura, llena de su propio semen y de mi transpiración. «Ahora limpiame», ordenó, y no era una pregunta. Yo, que todavía flotaba en una nube de morbo y sumisión, abrí la boca y me la tragué. Sabía salado, a sexo y a él. Me la metió hasta la garganta, yo me ahogaba un poco, pero él me agarraba del pelo y me guiaba. «Bien, así, mi nena me chupa bien la pija», murmuraba, y yo me derretía. Jalé y mamé como si no hubiera un mañana, hasta que volvió a ponerse completamente dura en mi boca. Esta vez se vino más rápido, con gemidos más profundos, y yo sentí el chorro en la garganta, caliente y espeso. Tragué todo, sin pensar, sintiéndome suyo.
Cuando terminó, se separó de mí con un suspiro. Se subió el pantalón, se acomodó el cinturón con esos movimientos tranquilos de siempre, como si no hubiera pasado nada. Se levantó, se estiró y siguió con lo suyo, agarrando un rodillo y removiendo la pintura en una bandeja. Yo me quedé ahí, arrodillado, con las piernas temblorosas, el pantalón todavía en los tobillos y el culo pegajoso. Lo miré, y él ni siquiera me miraba, concentrado en su mural otra vez. Pero entonces, como si lo hubiera leído el pensamiento, se agarró la remera por la nuca y se la sacó de un tirón, quedándose en torso desnudo. No tenía un cuerpo de gimnasio, para nada, era flaco, con huesos marcados en las costillas y una panza chata, pero con esos tatuajes y esa actitud, me pareció lo más sexy que había visto en mi vida. Se pasó la remera por la cara para sacarse el sudor y la tiró sobre su mochila.
Yo, todavía en el piso, no podía bajar la calentura. Me arrastré hasta el bote de pintura y me senté, con las piernas abiertas, y empecé a jalármela yo mismo, mirándolo fijo a él mientras mezclaba colores y probaba pinceles. Él sabía que lo estaba mirando, lo sentía, porque a veces giraba la cabeza y me clavaba la mirada por un segundo, con una sonrisa pequeña y canalla, antes de volver a su trabajo. Me masturbé rápido, con desesperación, frotándome con mi propia mezcla de semen y saliva, y cuando por fin me vine, fue con un gemido ahogado, viendo cómo él se estiraba para pintar una esquina alta, mostrando esa línea de vello que le bajaba del ombligo hasta el jean. Me quedé ahí, jadeando, vacío.
Al rato, terminó de limpiar los pinceles, se puso la remera sudada de nuevo y se acercó a mí. «Bueno, pibe, me voy. Nos vemos», dijo, como si nada. Agarró sus cosas y se empezó a ir. Yo, todavía débil, me levanté y me subí el pantalón. «Che, ¿y… tu nombre?», alcancé a preguntar. Él se dio vuelta, caminando de espaldas, y sonrió. «Damián. Y vos sos mi putita. Eso basta». Se dio vuelta y siguió caminando. Yo me quedé ahí, en medio de la plaza vacía, con el olor a pintura y a sexo pegados en la piel, sabiendo que nada iba a ser igual.


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